La buhardilla del edificio de París en la que viven e intentan crear los amigos artistas protagonistas de La Boheme, título con el que ha dado inicio la actual temporada del Teatro Colón, no es sólo el escenario en el que transcurren dos de los cuatro cuadros de la ópera más popular de Giaccomo Puccini (1858-1924). Es posible encontrar en ese ámbito crudo, inhóspito y permanentemente sometido a los efectos del viento helado, toda una metáfora de la sociedad europea –francesa en particular- de la segunda mitad del siglo XIX. Fue esa la época que le tocó vivir a Henry Murger, el autor de la novela original: Escenas de la vida bohemia. Y fue en esa obra en la que se basaron el músico y sus dos libretistas, Luigi Illica y Giuseppe Giaccosa, para encarar la ópera cuyo estreno tuvo lugar en Turín -la ciudad más industrial de Italia- en 1896.
Más allá de que no pueda sostenerse precisamente que Puccini y sus colaboradores hayan elegido la pieza de Murger con propósito de denuncia –el gusto por exotismo hizo que la producción de Puccini fuera tildada, más bien, de “comercial”-, lo cierto es que el realismo propio de la época fue algo que los autores y el compositor asumirían como claros exponentes. Así, la crudeza del clima y las malas condiciones de vida impuestas por este a los grupos sociales que se encuentran en el límite de la inclusión social son, en buena medida, verdaderos núcleos vertebradores de la trama de La Boheme. Y esto tanto en los aspectos más edificantes del argumento (el romance entre Mimí y Rodolfo, los protagonistas, se plasma ante la oportunidad que encuentran bajo la oscuridad generada por el viento que se cuela por la vivienda y que apaga la vela que los ilumina), como en los más negativos (el verismo que impone la muerte de Mimí, víctima de una gripe puesta en evidencia a los pocos minutos de que la costurera irrumpe en la escena). Asimismo, la forma en que está estructurado el flujo dramático refuerza esta evidencia. Por un lado, los cuadros I y IV transcurren en la mansarda cuyo alquiler ni siquiera los amigos pueden pagar con los escasísimos ingresos generados por sus creaciones no bendecidas por los sistemas consagratorios culturales de la época. En franco contraste con aquéllos cuadros, el segundo transcurre en un concurrido café del Barrio latino en el que los sectores pudientes despliegan su alegría, frivolidad y predisposición al consumo durante la noche de Navidad. Escenarios tan disímiles pueden ser leídos como un recurso de los dramaturgos para mostrar algunas de las contradicciones que signarían -en el decir del historiador Eric Hobsbawn-, la “era del capital”. En efecto, un creciente proceso de urbanización va profundizando las diferencias sociales entre una burguesía cada vez más consolidada, segura de sí misma y desprejuiciada, y vastos sectores populares –no solamente las clases obreras- que comienzan a habitar la periferia o bien las “alturas” hacinadas de los edificios más céntricos de una ciudad que se moderniza, en buena medida, a costa de ellos.
La buhardilla de los bohemios puede ser leída, entonces, como una metáfora invertida del orden social de la Francia de la segunda mitad del siglo XIX: allá, arriba, en lo alto de los edificios, los pobres miran cómo, allá, abajo, en los grandes boulevares de la París de Hausmann, los ricos se divierten en un mundo de progresos de cuyos beneficios sólo ellos se sienten verdaderos depositarios.
A algo más de un siglo de su creación, La Boheme sigue siendo un magnífico testimonio –pretendidamente verídico- de la civilización del progreso, en el tránsito de un siglo a otro. Pero también de sus efectos sociales.
*Sociólogo.