En un partido de fútbol, si un jugador tira la diagonal, hace que el juego tome otro ritmo. El país necesita con urgencia que sus dirigentes hagan lo mismo.
En estos tiempos turbulentos, en los que las noticias de ayer parecen más alentadoras que las de mañana, me propuse parar la pelota y ver dónde estamos parados. Argentina es un país sobrediagnosticado: nos sobran los políticos que se comportan como panelistas de televisión, los que eligen comentar la realidad en vez de transformarla. Para salir de esta crisis necesitamos, y con urgencia, acordar miradas sobre los problemas estructurales del país. Es uno de los primeros e imprescindibles pasos que los argentinos debemos dar.
No es una tarea fácil. En primer lugar, por esta inflación de diagnósticos que menciono: hay tantos análisis en circulación que no se sabe cuánto valen. En segundo lugar, porque muchos y muchas parecen estar enamorados del conflicto. Se ve en ambos lados de la grieta. Prefieren encerrarse en su razón y confrontar con todo aquel que se corra un centímetro de la línea. Eso es un problema, porque la verdad es la realidad. Y por más que quieran vestirla de seda o se enojen con ella porque no les gusta, la realidad no se puede negar. Me recuerda a un cuento clásico que me gusta contarles a mis hijas: el rey está desnudo, aunque nadie se anime a gritarlo.
Por suerte, en Argentina somos cada vez más los que nos animamos y no queremos ser comentaristas de la realidad, queremos transformarla. La publicación de mi libro, Una diagonal al crecimiento (Edhasa, 2022) va en ese sentido. Busca ser un aporte para superar prejuicios económicos y políticos, la rigidez mental que se propaga entre los análisis. De ahí la idea de “diagonal”. En el fútbol, si uno tira la diagonal, le imprime otro ritmo al juego, le da un vértigo capaz de quebrar el marcador. Y Argentina necesita, y con urgencia, terminar con este 0 a 0 político en el que estamos.
La audacia de esta época consiste en pensar, debatir y aportar soluciones. Resolver conflictos no es una cuestión meramente técnica ni depende de la capacidad de gestión. Es, antes que todo eso, una responsabilidad moral. Debemos tener el compromiso de querer transformar el país. El voluntarismo, o peor, la manía de tirar soluciones mágicas arriba de una mesa, como si hubiera un Abracadabra que uno pudiera pronunciar para encaminar al país. Debemos dejar el conformismo y animarnos a encarar un camino de grandeza. Para eso es necesario hallar coincidencias en torno a los problemas estructurales de la Argentina.
Hace más de medio siglo que venimos de recesión en recesión. Nuestro país, que da figuras que rompen marcas en la ciencia, el deporte y la cultura, también ostenta un récord menos célebre: 22 recesiones en 63 años. Lo podemos ver desde el pesimismo: 22 recesiones es muchísimo. O desde otra óptica: nos repusimos igual número de veces. También es muchísimo. Sé que nos volveremos a reponer, pero la salida esta vez tiene que ser de largo plazo. Si repasamos la historia reciente, Argentina ha cometido, en las últimas décadas, tres grandes desatinos: política monetaria, fiscal y de ingresos. Por eso necesitamos un plan de estabilización económica, pero sobre todo necesitamos que esté sujeto a acuerdos políticos. Debemos avanzar en acuerdos mínimos que vayan por la máxima, construir pactos duraderos que ningún dirigente o sector desarme por necesidades personales o cortoplacistas.
En las páginas de mi libro surge una pregunta que es de manual: ¿por qué nadie lo hizo antes? No podemos caer en la vanidad de pensar que no se hizo porque no se quiso o porque no se entendió cómo hacerlo. Estoy convencido de que nadie implementó un plan de estas características por la sencilla razón de que no pudo. Los dirigentes, incluso los más capaces, no han podido construir la musculatura política necesaria para llevar adelante las políticas que deben tomarse. Porque un elemento central para la implementación de un plan de estabilización es que los gobiernos cuenten con poder político, credibilidad y respaldo internacional para que la población confíe.
Estabilizar un país no es fácil. Es algo que venimos estudiando junto a Martín Rapetti hace años: un plan de estabilización es una arriesgada apuesta política y un gesto de valentía en materia económica. Es un desafío, que demanda fortaleza. En un país en el que la mitad de los chicos son pobres, la carga del esfuerzo no puede ser igual para todos. ¿Con qué cara miraríamos a los que trabajaron toda su vida para decirles, una vez más, que tienen que apretarse el cinturón? Como dijo Maradona, “hay que ser muy cobarde para meterse con los jubilados”. No. Ese jamás será el camino. Porque, además de ser amoral, ya quedó demostrado que no conduce a buen puerto.
El camino es complejo. Pero de algo estamos convencidos: así como no se aprieta un botón y se soluciona todo, tampoco es necesaria una motosierra para mejorar el Estado. Lo que se necesita es un bisturí. Y sin liderazgo, sin el ejemplo y sin gestos contundentes de nosotros, los políticos, es imposible pedir sacrificios.
Siempre me emocionó ser parte de un pueblo con conciencia de movilidad social ascendente. Un pueblo que se siente parte de un país en el que nadie sobra, en el que no hay provincias ni sectores productivos inviables. Es en ese pueblo, en su legado, en el que me inspiré para escribir mi libro. Es en ese pueblo donde, como dirigentes, tenemos que buscar nuestras raíces. Para que, de una vez por todas, las noticias de mañana sean mejores que las de ayer.
* Exdirector de Anses y socio fundador de Equilibra.