Es legítimo apropiarse de la creación de alguien dándole un sentido distinto? Sí, desde luego. ¿Qué sería del arte sin la traición? Traición, no trampa.
El Teatro Colón puso en escena el oratorio dramático Theodora de Georg Händel en una versión libérrima. Una puesta que asimila los padecimientos de la cristiana perseguida del siglo IV con los de una cristiana del siglo XX decidida a desmontar un orden moral patriarcal. Anacronismo del más flagrante.
¿Pero quién es esa cristiana de los martirios contemporáneos? La teóloga protestante Marcella Althus-Reid (Rosario, 1952-Edimburgo 2009), creadora de la Teología Indecente, un cruce entre la Teología de la Liberación y el pensamiento queer. Su propósito: desarticular la “organización sexual de los espacios públicos y privados de la sociedad”.
El régisseur de esta insólita Theodora, Alejandro Tantanian, fue explícito: “Lo que quisimos fue introducir a Althus-Reid”. A confesión de parte, relevo de pruebas.
El relato es actuado por una actriz que entra y sale en un discreto atuendo unisex. Y se proyecta sobre una pantalla, una y otra vez, interviniendo (y, no pocas veces, interfiriendo) la bellísima música Händel.
En la historia del Colón son decenas las puestas osadas que se apropiaron de una ópera dándole un sentido nuevo.
Todavía se recuerda el Dido y Eneas, de Henry Purcell, una ópera barroca con un enorme estanque lleno de agua en el que se zambullían personajes-bailarines con movimientos estrictamente coreografiados.
O la ópera El holandés errante, de Wagner, transmutada por la escenografía de Kuitca, que hacía del viaje del holandés la travesía del hombre contemporáneo por los no lugares posmodernos.
O La Fura dels Baus, que recreaba el Edipo a partir del barro, un modo de hablar de la atemporalidad de las peripecias humanas, como la muerte del padre.
¿Por qué traicionar virtuosamente a un Purcell o a un Wagner? Porque, a menudo, el canon tradicional es aburridísimo. Un ejemplo fue el de La Traviata de 2017. El Colón desempolvó una versión Zeffirelli que era de una literalidad extrema, tediosa.
Es probable que la máxima apropiación virtuosa sea la traslación del Macbeth de William Shakespeare a la obra de teatro La señora Macbeth de Griselda Gambaro. La dramaturga convierte a lady Macbeth en la señora Macbeth. No es una desnaturalización. Al contrario, reactualiza las palabras shakespearianas. La ahora protagonista central clama a los espíritus que vacíen su vientre de ternura femenina; una feroz deconstrucción del género.
La señora Macbeth le dice a su débil esposo: “…corro tras tu ambición para no retardarme, corro como corre una perra tras su dueño a caballo”. No hay una crítica más brutal contra el patriarcado. Bienvenida sea.
Nada de esto pasa en esta Therodora indecente, puesto que los parlamentos parecen relacionarse con la teología así llamada.
Los textos erizaron a más de uno. “¡Blasfemia!”, declaró la feligresía católica; lo mismo que dijo en 1984 cuando Darío Fo vino con su Mistero Buffo. “¡Censura!”, replicaron los intelectuales, del mismo modo que entonces.
Lo cierto es que, en más de una ocasión, el oratorio derrapa. Quizá el punto culminante sea cuando la actriz se retira hacia bambalinas y, antes de desaparecer, interrumpe su paso, se vuelve hacia el público y le lanza a boca de jarro: “La Virgen es la momia de los pobres”. Es una provocación. Se advierte en el gesto corporal de la actriz, que hace mutis por el foro con cierta satisfecha petulancia.
La apropiación de la creación de otro, es, en sí misma, absolutamente legítima. Hasta la blasfemia lo es en el teatro. Sucede que esta puesta es un dispositivo teatral que ofrece el señuelo del oratorio para que uno trague un anzuelo ideológico. La música de Händel es la carnada; los textos de la Teología Indecente son el duro anzuelo.
* Sociólogo de la cultura. Escritor. (www.ricardolesser.com).