Desde siempre ha sido una preocupación poder desentramar la forma en la cual los mecanismos imperfectos de la democracia intentan equilibrar las inequidades y las situaciones de abuso que el poder implica. En este marco resulta un hecho fundamental para el avance y la maduración de nuestra joven democracia el lograr vislumbrar cual ha sido la evolución de la calidad de la representatividad de nuestro sistema institucional y de nuestro sistema político. A menudo tendemos a relacionar en forma aislada los aspectos económicos que desembocaron en las diversas crisis que nuestro país enfrento en épocas recientes, olvidando el marco de divorcio entre ciudadanía y dirigencia, que fue el campo fértil sobre el cual los actos más ruinosos para los destinos económicos del país fueron ejecutados.
Ante todo esto existió un aparente punto de inflexión en la Crisis de 2001, ya que aquel movimiento legítimo y con aire renovador que se expreso en las calles parecía augurar un nuevo período en donde el involucramiento de la gente con la política iba a ser mayor y en donde más que nunca el ciudadano común iba a exigir una reforma política profunda.
El kirchnerismo desde su comienzo parecía tomar nota de este reclamo por lo menos en lo discursivo, pero en su etapa de esplendor muy pronto comenzaron a advertirse las señales inconfundibles de que con el resurgir económico y en etapas de bonanza estos reclamos se aquietaban y aquellos que clamaban por ejecutar esa reforma sonaban como voces aisladas desoídas por un pueblo que privilegiaba logros económicos.
Hoy en día ya bien entrados en una etapa de rápida licuación del poder del gobierno, todas esas dolencias que nos aquejaban en 2001 y que decidimos ignorar, vuelven arteramente cual enemigos que hemos decidido dejar con vida a cobrarse su venganza, ya que los conflictos del 2008 básicamente tienen su explicación en esa problemática. Hoy más que nunca, con un gobierno que leyó erróneamente los resultados de las elecciones en 2007 como un cheque en blanco para seguir con la delegación de poderes legislativos, con la ley de emergencia económica, con los pactos espurios atados a la caja y con el clientelismo político, el país nos exige como ciudadanos poner en la mesa de debate la calidad institucional y la calidad representativa, temas que exigen desterrar de una vez y para siempre las prácticas políticas más bajas y nocivas que lamentablemente nos han signado.
Dentro de esa agenda ocupa un lugar fundamental terminar con el perverso sistema de boletas por partidos que hace que la libertad de opción del ciudadano este atada a la cantidad de fiscales que el partido de su preferencia puede disponer. También es fundamental e irrenunciable terminar con el perverso mecanismo de autoridades de mesa que absurdamente nos rige, no es posible que la persona designada como autoridad de mesa no sea alguien profesional e idóneo para la tarea.
Por todo lo señalado, la noticia conocida el viernes trece de marzo sobre el proyecto de ley de adelantamiento de las elecciones no hace más que confirmar que el gobierno ha decidido una vez más darle la espalda a cualquier intento de previsibilidad Electoral. El código electoral había sido sancionado por este mismo gobierno en el año 2004 y en aquella ocasión la entonces Senadora Cristina Fernández de Kirchner, había hecho un encendido discurso en donde defendía la previsibilidad que esta normativa otorgaba. Desnuda queda la realidad de un gobierno que ya ha renunciado a todo principio republicano y que busca en forma desleal el alterar reglas de juego establecidas y agregando una preocupación sobre cuán grave será la realidad que el Indec se empeña en ocultar para llegar a una decisión de este tipo.
*Especial para Perfil.com.