La salud de un jefe de Estado es siempre un asunto político. La situación creada con el episodio que está atravesando la Dra. Cristina Fernández de Kirchner lo demuestra claramente. Y, una vez más, como ha sucedido a lo largo de la historia de nuestro país, el manejo del caso, de por sí complejo por su implicancia política, lo ha hecho aún más confuso y dudoso. La enfermedad constituye una alternativa dramática en el universo de vivencias y pasiones que enmarcan al poder.
La psicología del poderoso se ve profundamente afectada cuando aparece un problema que compromete su salud. Es que el poder se asocia a una percepción de omnipotencia e invulnerabilidad de la que es muy difícil escapar. El poder brinda las herramientas para doblegar adversarios, silenciar críticas, castigar a quienes piensan distinto, obtener beneficios y privilegios, usar lo público como propio, maltratar al otro y hacer de la imposición casi un modo de vida. Pero es esa vivencia de omnipotencia e invulnerabilidad la que hace al poderoso, paradojalmente, más débil y más expuesto a los padecimientos de una enfermedad. Y, una vez que ella aparece, el poderoso vive, muchas veces como una humillación, el tener que estar expuesto a las mismas alternativas evolutivas, a veces sinuosas y complejas, que las que una enfermedad produce sobre cualquier otro mortal.
Toda esto hace siempre difícil el quehacer del médico tratante. El poderoso suele ser un mal paciente. Perturbado por el impacto político que produce su afección, se irrita, tiende a minimizar la dimensión de su problema y muestra, en la mayoría de los casos, poco apego al cumplimiento de las indicaciones terapéuticas.
Para hacer todo el asunto más intrincado, está la cuestión de la información. ¿Qué decir, cuando lo que se desea, casi siempre, es que la verdad no se conozca? Es este el contexto en el que debemos referirnos al caso que nos incumbe, en estas horas, el de la Dra. Cristina Fernández de Kirchner.
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