POLITICA
GENOCIDA

Callos (a propósito de Etchecolatz)

Fue un símbolo de la represión y lo condenaron a reclusión perpetua por genocidio.

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El llanto que regó la sala después de que Miguel Etchecolatz recibiera su condena fue la bronca atragantada durante tantos años de impunidad, mientras la palabra genocidio retumbaba entre las frías paredes, que no se apiadaron del “anciano pobre y sin poder".

Etchecolatz fue un símbolo de la represión en la Argentina. De esos monstruos que jamás tuvieron una pizca de arrepentimiento por los crímenes cometidos. “Fui ejecutor de una ley hecha por los hombres. Fui guardador de preceptos divinos. Por ambos fundamentos, volvería a hacerlo”, escribió en un intento de reformular una historia que lo ponía en un lugar que no lo incomodaba.

La condena a Etchecolatz es apenas una –la segunda después del “Turco” Julián- entre tantos represores que, aún hoy, caminan por las calles con la misma sonrisa que dibujó la mano derecha de Ramón Camps mientras escuchaba el fallo. Besando, quizás, el mismo rosario que ayer besó el condenado, buscando amparo en un Dios que jamás los legitimó.

Que la justicia hable de genocidio no sólo es dejar en claro una verdad, sino también es un homenaje a los 30.000 desaparecidos y a la pelea que Madres y Abuelas jamás abandonaron. Si el “Turco” Julián o Etchecolatz deberán pasar sus últimos días presos es porque los organismos de derechos humanos jamás cayeron en la desesperanza. Pero ellos no son los únicos ni los últimos, son miles y miles las causas que rondan por los tribunales.

Etchecolatz mostró en su descargo el mismo cinismo que lo llevó a decirle mentiroso a su torturado Alfredo Bravo en el programa Hora Clave, ante la pasiva mirada de Mariano Grondona. O mucho peor: porque ese 28 de agosto de 1997, el represor fue capaz de preguntarle al socialista por sus callos de la planta del pie: “¿No se le revirtió con el tratamiento que nosotros le dimos?”.

Casi diez años pasaron. Bravo murió. Y Etchecolatz, aunque no muerto, ya no goza de la impunidad de entonces. De a poco, a paso lento, los callos comienzan a curarse.