Hacía un calor de perros. Por esa razón encendí el aire acondicionado, puse los pies sobre la mesa y prendí la televisión; mi novia de aquel entonces se levantó para encender la pava y hacer café. Y entonces la televisión lo mostró: el principio del final del gobierno de la Alianza.
Reconozco que arrancar una nota retrospectiva a cinco años de la caída de De la Rúa de esa manera puede ser "políticamente incorrecto"; seguramente esperarán de mí algo así como "entonces, influidos por el clamor de justicia popular y al calor de la espontaneidad del proletariado revolucionario, nos arrojamos contra la policía en busca de un sueño, de una utopía". Pero no: era en aquel entonces tan complacientemente burgués como ahora, y todo lo que ocurrió esos días lo viví desde mi pequeño iglú acondicionado.
Hablando ya un poco más en serio, ¿cuál de nosotros, los supuestos "periodistas" del futuro, será el primero? ¿Cuál será el primero en decir "yo estuve ahí y me paré valientemente frente a un tanque como en la Plaza Tiananmen"; el primero en decir "aquella tarde murieron más de 5000 personas"; el primero en decir "es un hecho que aquel Gobierno cayó por obra y gracia de la CIA"?
Inspirada por la actual batuta revisionista de Felipe Pigna, la Historia –estoy casi seguro- guardará sus mejores recursos cinematográficos para escribir esas trágicas páginas en las décadas que vienen; hurgarán en el pasado buscando una revolución social, el comienzo de una utopía, la razón de un holocausto: todo servirá –inclusive todo lo que no fue- a la hora de buscar algo ennoblecedor, algo que nos enaltezca frente a las generaciones futuras para ocultarles que hemos hecho poco y nada, para mostrarle a los pobres del futuro que no nos quedamos, a pesar de todo, de brazos cruzados.
Pero para todos aquellos que lo vivieron –ya sea desde la calle o desde sus casas- el 19 y 20 de diciembre no será sinónimo de fervor, de la efervescencia previa a un tiempo nuevo, a una nueva era: aquellos días mostraron, de manera colectiva, que el hartazgo y el Nunca más no tienen nada que ver con palabras como democracia, libertad o justicia -mucho menos con política-, y que se atienen, en última instancia, a criterios que rozan con el egoísmo.
¿Nos dará pudor en el futuro admitir que el motor de la estrepitosa caída fue la desesperación adquisitiva de una clase media empapada de Navidad frustrada? ¿Dará pudor admitir que nadie desembarcó del Granma y enfiló para el Congreso, que nadie marchó sobre Roma? Así como Checoslovaquia tuvo su Revolución de Terciopelo, la Argentina tuvo su Revolución de Garbarino: el proceso de exclusión –cuyos resultados son evidentes en la actualidad- pasó desapercibido ante los ojos de todos hasta que el mismo modelo amenazó la columna vertebral de la clase media: su dinero. No intento con esto desmerecer el motivo que sacó a la gente de sus casas –de hecho, nadie esperaría que el congelamiento de depósitos fuese recibido con una sonrisa- sino, simplemente, dejar en claro las razones de este fervor cívico y evitar así una posible y futura manipulación política de un movimiento que fue, en su esencia y a pesar de ser aglutinante, individualista.
Y cabría, por esta misma razón, plantearse en estos días hasta qué punto estamos condenados a aceptar el fracaso, la manipulación y la degradación: hasta que punto se puede permanecer irresponsablemente sereno frente a todo aquello que esté fuera de la economía doméstica.
¿Cómo hablar del 19 y 20 de diciembre sin referirse a su mentor, al pater familias de una coalición que, desbordante de fracaso, invalida el término en la actualidad y lo condena injustamente al mismo fracaso? Seguramente en estos días se volverá a oír la teoría de un De la Rúa acorralado, paradójicamente, por la ausencia del peronismo. Abonar la teoría del golpe institucional es una formidable manera de expiar la metódica incompetencia de la Alianza y su palpable responsabilidad, al no intentar al menos revertir el escenario heredado del menemismo; es, casi podríamos decir, un inexplicable favor histórico que se le otorga a un gobierno abiertamente corrupto e ineficaz. En la caída de la Alianza hay, sin lugar a dudas, un abandono político que evitó la prolongación de una agonía inútil, pero, a su vez, también hubo un responsable fundamental: la propia Alianza. Hacer de De la Rúa un Allende argentino es, en mi opinión, erróneo (e injusto para Allende).
A cinco años de la caída, del adiós sin pompas ni honores a un proyecto político que supo cautivar con recursos meramente estéticos a un electorado armado únicamente de ilusiones, quizás lo más triste –además del número irracionalmente alto de muertos que dejó su final- es constatar que lo que en su momento tuvo un ingenuo aire de espontaneidad revolucionaria con su famoso slogan "Que se vayan todos", no fue otra cosa que una reacción -con precisión matemática- ante la cifras siempre peligrosas del medidor de billeteras.
¿La lección? El que mantenga el litro de leche, el kilo de pan o las cuotas del plasma a valores razonables se queda; el que no, se va (y a agarrarse fuerte en el entreacto).
¿La responsabilidad en esto? De todos.
* Coordinador del sitio www.cartapolitica.org