La aparición en los Estados Unidos del libro de Jacobo Tirmerman Preso sin nombre, celda sin número, el 21 de mayo de 1981, asestó un golpe certero a las aspiraciones del presidente Roberto Viola de mejorar su relación con la administración de Ronald Reagan, algo que figuraba en el primer lugar de las prioridades de la Cancillería.
Si bien las denuncias del ex director del diario La Opinión, ya se conocían, la publicación del texto, en el que narraba las torturas a las que había sido sometido y acusaba al gobierno de antisemita, conmovió a la opinión pública norteamericana y se convirtió, enseguida, en tapa de todos los medios.
No es para menos; Timerman afirmaba que “a los judíos querían borrarlos. El interrogatorio a los enemigos era un trabajo; a los judíos, un placer o una maldición. La tortura a un prisionero judío traía siempre un momento de divertimento a las fuerzas de seguridad argentinas, un cierto momento de ocio gozoso (…) Y en los momentos de odio, cuando hay que odiar al enemigo para doblegarlo, el odio al judío era visceral, un estallido, un grito sobrenatural, una conmoción intestina, el ser entero se entregaba al odio”.
El malestar alcanzó no sólo a la comunidad judía estadounidense sino también en el Departamento de Estado, que mantenía el bloqueo a la venta de armamentos.
“Esto no ayudaba para nada a mejorar las relaciones con Estados Unidos, y obstaculizaba el objetivo de restablecer las instituciones constitucionales”, afirma el por ese entonces canciller, Oscar Camilión.
En Argentina, los medios salieron a atacar a Timerman y a negar el antisemitismo. La DAIA intentó poner paños fríos y su presidente, Mario Gorenstein, declaró a La Prensa: “Los dichos de Timerman no fueron bien recibidos por la comunidad judía en general. Estamos convencidos de que el origen de su detención no fue el hecho de que es judío. Algunos incidentes durante su detención tuvieron olor a antisemitismo, pero eso es todo”.
Pero el gobierno esperaba una desmentida más fuerte que sirviera para el exterior. Los principales interesados eran los sectores más duros del Ejército, especialmente el general Ramón Camps, acusado de antisemita y de haber sido el principal torturador de Timerman. Las presiones surtieron efecto sobre el ministro del Interior, el general Horacio Liendo, quien le pidió a Camilión que citara al presidente de la DAIA al Palacio San Martín.