POLITICA
PERFIL: 30 AOS DE PERIODISMO

Del comer y del beber

El comer y el beber forman parte insoslayable de la cultura de la humanidad. Lo que se lleva a la boca alcanza, en efecto, para definir una civilización entera. De la cocina nacional al "must" étnico.

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DE LONDRES AL DI TELLA. Desde su restaurant porteo La Chimere, Carlos Dumas fue el cocinero (odiaba la palabra "chef") que reivindic el placer de comer. | Cedoc
Como bien dicen los antropólogos, el comer y el beber forman parte insoslayable de la cultura de la humanidad. Lo que se lleva a la boca –tanto lo líquido como lo sólido, lo crudo como lo cocido– alcanza, en efecto, para definir una civilización entera... Y lo mismo se puede decir de los individuos, pues “lo que un hombre pone en la mesa –decía Oscar Wilde– es inseparable de su estilo”. Porque no es igual aquel que almuerza en su penthouse unas tostadas con caviar y salmón ahumado con una copa de champagne, que ese otro que se despacha un sánguche de mortadela en pan flauta con una taza de café con leche en el barcito de la esquina...

Si uno quiere saber, por ejemplo, de qué cosas está hecha el alma cotidiana de los irlandeses, nada mejor para eso que hurgar en los entresijos de su cocina. Como los del Eire fueron criados sin la deslumbrante presencia del aceite de oliva (al revés de esos otros celtas de Galicia), no les quedó más remedio que freír todo en manteca: desde los riñones de ternera a los cuales son tan afectos hasta las mollejas de cordero, marinadas en cerveza… Y claro, así las cosas, era fatal que les pasara lo que les pasó: como la manteca es grasa que se quema pronto, sus frituras destilan sangre y siempre salen de la sartén inevitablemente crudas. Con el tiempo, esa carencia se volvió un signo distintivo de su cultura y las carnes a medio cocer pasaron a ser un rasgo cultural de esos esforzados isleños, grandes bebedores de leche y también de buenas maltas, no se crea.

Pero eso comenzó a cambiar desde hace unos pocos años y la cocina irlandesa, hecha de penurias y pobrezas (decía James Joyce que en su casa un solo hueso alumbraba la sopa de papas de toda una semana), se convirtió con el tiempo en una fiesta de bondades. Es común ahora que los dublineses se deleiten con gigantescos langostinos del Cantábrico salteados con panceta en aceite de oliva, acompañados con guisantes de Eton y salsa espesa de mostaza Colman o que regalen su apetito con las mejores lubinas llevadas desde España. Aquellos riñones sanguinolentos que tanto abundan en las páginas del Ulises quedaron relegados al folclore culinario. ¿Qué pasó para que ocurriera semejante cambio? Nada… no pasó nada. Sólo que en los últimos quince años, al socaire de su asombroso crecimiento económico, los irlandeses se volvieron ricos y parte de su dinero se volcó en la mesa, que se globalizó y se hizo pródiga en golosinas... entre ellas el aceite de oliva, con lo cual nunca más comieron crudo.

Es decir que, en la cultura de un pueblo, las costumbres que en una época lo definían y parecían inmutables suelen modificarse al ritmo de la historia… Por eso es tan apasionante seguir las vueltas de las modas, las formas de comer, de beber, de reír y hasta de amar... Es que en los meandros de la vida cotidiana suelen ocultarse algunas de las claves que sirven para definir etapas, señalar encrucijadas y apuntar momentos de cambios. Hasta fines de los años sesenta del siglo pasado, por ejemplo, los argentinos teníamos lo que podría ser llamado, a grandes rasgos, una cocina nacional bastante bien definida, algo que ahora es de dudosa existencia. Una cocina nacional, digamos, aparece cuando lo público reproduce lo privado. Eso significa que lo que se come en los restaurantes no difiere demasiado de lo que se come en casa.


El Gato Dumas. Los periodistas de esos años –esclavos del sándwich y el cafecito al pie de la Olivetti– fueron los primeros en detectar y anunciar el giro que se venía. En 1965 la revista Primera Plana anunció con bombos y platillos la inauguración de La Chimere, el primer restaurante que abrió en Buenos Aires Carlos Alberto Dumas. El Gato, que después de vivir varios años en Londres recaló a su vuelta directamente en el Instituto Di Tella, decía que, para saber cocinar, primero había que conocer bien a Picasso. Era un nuevo concepto, en el que la cultura del cocinero prevalecía sobre la técnica. Puso su restaurante –junto con Ramiro Rodríguez Pardo– en la Recoleta, que en ese entonces era un páramo. La calle Junín estaba tachonada de marmolerías que trabajaban para el cementerio de enfrente y el barrio entero mostraba una multitud de vetustas casas de inquilinato que lo afeaban . Sólo deslumbraban allí La Biela, que era más pequeña que la actual, y la Munich, que sigue casi igual a como era. Bajo el gomero de la Recoleta estacionaban los coches de una línea de colectivos y en donde está el Centro Cultural funcionaba en esa época un hondo, melancólico asilo de ancianos. El Gato pensó que allí –con ese marco– corría el riesgo de cocinar solamente para sus amigos. Dos de ellos, el poeta Oliverio Girondo y su esposa, la pintora Norah Lange, inauguraron el lugar comiendo un extraño risotto preparado especialmente para ellos... al irse le dijeron al Gato que todo había estado delicioso y prometieron volver. Pero al día siguiente lo llamaron alarmados porque los dos orinaban de color celeste… era una broma del Gato Dumas, que había aderezado uno de los ingredientes con una suerte de anilina orgánica insípida, inofensiva, pero que teñía la saliva y la orina de color azul. El sitio (elogiado por los periodistas) se puso rápidamente de moda, quizá porque era un lugar distinto, muy elegante (un poquito snob) y terriblemente caro. Sin proponérselo, La Chimere inauguró una costumbre que todavía pervive en los mejores lugares de la moderna Recoleta: se iba allí a comer de modo gourmet, pero también a ver y a dejarse ver.

En 1972, en la avenida Santa Fe al 800, abrió un restaurante que aún hoy se recuerda por su empinado nivel de excelencia: el Swissair. Los que podían pagar los altos precios de sus platos descubrieron que había otra cocina posible, muy diferente de las consabidas pastas y bifes de chorizo que servían en todos los restaurantes porteños. Un año antes, en Sucre al 1500, un grupo de arquitectos había reciclado una vieja caballeriza para dar a luz a uno de los primeros restaurantes de diseño que hubo en Buenos Aires. Se llamaba La Cautiva y tenía una hermosa barra sobre la cual había siempre un queso Cheddar ahuecado, rebosante de coñac o de jerez. Quienes iban allí a tomar tragos largos y cócteles (estaban de moda el Destornillador y el Clarito, una variante del Martini pero sin aceituna), cortaban el queso con una cuchara de palo y se imaginaban estar en Londres o en Nueva York. El menú estaba armado sobre la base de la cocina sueca, pero los porteños todavía no estaban tan globalizados (ni habían viajado tanto por Europa como luego iba a ocurrir en los momentos del “deme dos”) como para asimilar semejante propuesta. La originalidad de La Cautiva naufragó cuando se vieron obligados a poner en el menú la primera milanesa con papas fritas. De todas maneras, un fantástico smörgaborg se servía una vez a la semana para alegría de los pocos que no desdeñaban lo exótico en el momento de comer. Fue una lástima que naufragara.

Periodistas y fusiles. Casi al mismo tiempo, los periodistas que veraneaban en Pinamar descubrieron (y lo anunciaron en sus medios) los primeros sabores de la nouvelle-cuisine francesa de la mano de Peloncha Perret y su mítico restaurante El Gato que Pesca. Tuvo tanto éxito que ya promediando los años setenta emigró de la costa y abrió un nuevo Gato que Pesca en una linda casona de Martínez, antecesor del actual La Cocina de Peloncha, esa pequeña joya de la calle Manuel Ugarte casi Arribeños, en el Bajo Belgrano. De pronto, en Buenos Aires comenzaron a brotar algunos lugares aislados pero novedosos y diferentes: Tiempo, con su fantástica sopa de cebolla, en el desaparecido pasaje Seaver (derrotado por la ampliación de la 9 de Julio); el Bárbaro, en la calle Tres Sargentos, reducto de la bohemia de periodistas y pintores (allí el entrañable Miguel Briante, que trabajaba en Panorama, pronunció una noche una frase que se hizo célebre entre los parroquianos: “Después de las doce, si es mujer… mejor”, dijo); La Casserole, en una esquina de la calle Carlos Calvo, del francés César, a quien nunca nadie le entendió su castellano, lo cual no impedía disfrutar con él, la noche del 14 de julio, los fastos gastronómicos que ideaba para celebrar la Revolución Francesa cantando La Marsellesa; Tomo 1, en la calle Las Heras, donde Ada Cóncaro fundaba las bases de un estilo que con los años llegaría a transformarse en una de las más originales propuestas de alta gastronomía de Buenos Aires…

En esos años de plomo, signados por la dictadura militar, se salía de noche con temor, porque no era extraño que un grupo de uniformados, armados con fusiles, entrara a restaurantes y cafés para pedir documentos y revisar portafolios. De todos modos, ir a comer afuera era mayormente una cosa de familia. Los lugares frecuentados y disfrutados por los sectores de bajos ingresos siguieron siendo, como en los años anteriores, los clubes o los campings y también los carritos de la Costanera. En esos años, la clase media acomodada llenaba los restaurantes tradicionales del Centro, donde se comía –según una expresión de la época– a cuerpo de rey. La Emiliana, El Globo, El Imparcial, El Tropezón, Pedemonte, Ligure, El Hispano, El Pulpo, Au Bec Fin, London Grill, Lo Prete (en la calle Luis Sáenz Peña). Las cantinas del Abasto (Valussi, el Chanta Cuatro, Los Amigos, Pierino, que sobrevive y está mejor que nunca) eran reductos un poco más bohemios, igual que el Tía Vicenta, de la cortada Carabelas, lugares éstos a los que iban pocas mujeres. Los periodistas, en esos años en los que arranca Perfil y este cronista celebraba sus primeros veinte años en esta trabajosa profesión de contar cosas en diarios y revistas, cumplían al pie de la letra lo que marcaba eso que en algunos círculos dio en llamarse así:


El camino del mono. Ese divertido camino tenía sucesivas etapas gastronómicas descendentes según iban transcurriendo los días a partir del luminoso momento en que se cobraba el sueldo. Así hacía Enrique “Mono” Villegas, ese magnífico pianista de jazz, noctámbulo irredento, tan querido y protegido por los hombres de prensa. Cuando tenía plata, el Mono iba a comer al Zum Edelweiss, de la calle Libertad, y se deleitaba con el chucrut garní y la torta de manzana con crema. A medida que sus bolsillos se iban vaciando, bajaba algunos escalones y recalaba en Pepito, luego en Bachín, después en Pippo, aun después cruzaba de vereda, siempre en la calle Montevideo, para acodarse en la barra de Cuchillo y Tenedor y terminaba finalmente en Güerrín comiendo una porción de muzarela. Pero si conseguía que alguien lo invitara (generalmente el entrañable periodista Rodolfo “Rolo” Andrés, carismático líder de aquellos que iban del Bárbaro a La Paz para después seguir, como todos, el camino del Mono), el singular pianista hasta se atrevía a tomar el subte a Chacarita para comer los mostacholes a la scarparo en el Albamonte (Corrientes 6735). Allí, una noche de hermosas morochas de ojos verdes (de encendidas miradas que hacían juego con el color de la albahaca de la salsa), el Mono pronunció una frase que en ese momento tuvo la fuerza de un ucase zarista: “El rock tiene éxito porque el ochenta por ciento de la humanidad tiene una banana en la oreja”, dijo. No sabía, nadie lo sabía en ese momento, porque la lectura de remotos papeles vino mucho después, cuando la cosa ya casi no interesaba, que José Ingenieros había escrito poco menos lo mismo sobre la sordera musical generalizada en su libro Le langage musical et ses troubles chez les hystériques, de 1906.

Ese forzado periplo gastronómico del Mono Villegas dio origen a una pregunta tan curiosa como a veces era la respuesta. Uno podía encontrarse en la redacción de Siete Días, de La Semana, de Confirmado, o de Clarín o La Opinión, y oír este diálogo surrealista:
—¿Por dónde vas en el camino del Mono?
—No… estoy ciego, voy por Cuchillo y Tenedor…

Viejo muere el cisne. Curiosamente, los setenta fueron una época (desde el punto de vista cultural gastronómico) en que la existencia de una cocina nacional se afianzó como nunca. Ya se dijo que una cocina nacional no se define ni por la calidad, ni por la originalidad, ni por la autenticidad patria de los platos, sino por la conjunción de lo público con lo privado. Si uno examina los menús de los restaurantes porteños en esos años, podrá comprobar que en todos ellos se repiten los mismos platos, con alguna variante que consistía en poner el énfasis en platos típicamente italianos o típicamente españoles, pero en todos ellos (y en las ciudades del interior ocurría lo mismo) se servía casi lo mismo. A su vez, los recetarios de cocina que se publicaban en libros, diarios y revistas insistían siempre con los consabidos ingredientes. Salvo algunas pocas cosas regionales (como la aparición del pacú o el surubí en el litoral, o algunos berries en la Patagonia), no había nada de nuevo ni de original en ese tiempo que indicara una voluntad de cambio. Las amas de casa cocinaban las mismas cosas que los cocineros de los restaurantes. Fuera de La Chimere, había que ir hasta Luján, al restaurante L’Eau Vive, manejado por monjas de distintas partes del mundo, para comer algunos platos indios, africanos o mexicanos condimentados con especias exóticas y salsas desconocidas. Se daba la paradoja, incluso, de que en un lindo, muy íntimo restaurante que se llamaba El Jabalí, en la avenida Belgrano, no figurara en el menú ninguna carne de caza.

Para colmo, en los años setenta comenzaron a desaparecer paulatinamente –en Buenos Aires especialmente pero también en todo el país– las cervecerías y restaurantes alemanes que abundaban en los barrios y en el Centro. Es que la comunidad alemana había logrado una importante presencia cultural al integrarse al país, generando varios diarios en su idioma, asociaciones musicales, algunas librerías, numerosas fiambrerías, donde se preparaban comidas típicas de la colectividad (el barril de chucrut, por ejemplo, era un ícono) y numerosos restaurantes. La canilla de la cerveza en forma de cuello de cisne era característica de estas acogedoras cervecerías, que muchos aún recuerdan con melancolía. Don Bruno en la calle Brandsen, la Guillermina y la Munich en Constitución, la de Fritz en la Avenida del Tejar, el Adams en Retiro… fueron languideciendo de a poco. Cuando cerró el Bodensee de la calle Cramer, una revista ilustró su crónica con una foto de la chopera y un título literario, melancólico, que decía: “Viejo muere el cisne”.

Los restaurantes alemanes eran unos de los pocos rasgos de etnicidad de la cocina argentina. Los japoneses, por ejemplo, no consiguieron alumbrar sus propios lugares de comida, a pesar de su fuerte presencia en otros sectores de la sociedad, como las tintorerías y la floricultura. El exotismo de la comida oriental llegaría mucho más tarde, con la llegada de los inmigrantes chinos y coreanos asentados mayoritariamente en lugares puntuales en los años noventa. La Pagoda, en un sótano de la Diagonal, y el Chino Central (desde 1964 en la calle Rivadavia) fueron la excepción a la regla.

Hace treinta años, en el período que nos ocupa, la cocina argentina era tan fuerte y dominante que expulsaba cualquier otra forma de expresión, incluso las que se generaban dentro de su propio ámbito. Una buena demostración de que esto es así la configura la evolución de la llamada cocina criolla, que no acompañó las fuertes migraciones internas del campo a la ciudad. Salvo las empanadas –que configuran un capítulo aparte–, las demás expresiones autóctonas del comer y del beber de los argentinos están confinadas en sus lugares de origen. Aunque algo podría llegar a cambiar, muy lentamente por cierto, con la incorporación a la cotidianidad argentina de grandes grupos de inmigrantes bolivianos, que llegan con sus picantes, con sus ajíes y también con sus ferias (como la de Liniers) y su rica culinaria, que se beneficia con las mil cuatrocientas variedades de papas distintas, por ejemplo, que se cultivan en ese país andino.


Los años pálidos. La década del ochenta es, desde el tema que nos ocupa, absolutamente intrascendente, sin aportes significativos. Desde lo gastronómico, sólo desde lo gastronómico, se nota un gran desánimo y un estancamiento de las tenues corrientes de renovación señaladas en los setenta a partir de algunos restaurantes innovadores. Un curioso personaje porteño, que alcanzó su cenit en esos años, el inefable Federico Manuel Peralta Ramos, los llamó “los años pálidos”. Y dijo, completando su idea: “El país, a medida que fue perdiendo tela, fue del Di Tella a Minguito Tinguitella”. Federico –descendiente del fundador de Mar del Plata– era un imaginativo iconoclasta, un humorista de la categoría de Alfred Jarry, creador de la patafísica y autor de Ubu rey, ese que tomaba el ajenjo mezclado con tinta verde y que al morir, en su buhardilla de Montmartre, dijo a los amigos que lo rodeaban: “Tráiganme un escarbadientes”… fueron sus últimas, irónicas palabras. Federico Manuel Peralta Ramos fue efímero columnista de La Semana, de Editorial Perfil (entregaba sus originales siempre a último momento, escritos a mano con una letra casi ilegible), y logró 15 minutos de fama cuando hizo una serie de sketches delirantes en el programa televisivo de Tato Bores. Antes de eso había hecho un show de raíces dadaístas en el cabaret Can Can, del pasaje Seaver, donde las prostitutas que frecuentaban el lugar lo adoraban (se enamoró de una de ellas, una negra peruana estupenda, de nombre Marisa, y estuvo a punto de casarse con ella). Una noche de 1987, comiendo con amigos en el Dora, de Leandro N. Alem (contó el periodista Rubén Torres, que durante seis meses sólo pidió pollo al ajillo), se enojó porque –según dijo– ahí se comía siempre lo mismo. Federico fue hasta la cocina y pidió que lo dejaran preparar un plato que, según él, había inventado Victoria Ocampo: cortó trozos de dulce de batata, los untó con mostaza, los pasó por harina, luego por huevo y pan rallado y los hizo freír como si fueran milanesas. Llenó una fuente con estas neomilanesas de batata y convidó a medio restaurante. De más está decir que eran un verdadero asco. Se armó un toletole impresionante cuando una señora, al primer bocado, comenzó a toser de manera espantosa y el hombre que la acompañaba se puso furioso y le dijo a Federico: “¿Con qué derecho hace usted estas cosas? ¿Quién es usted?”. La respuesta de Federico fue instantánea: “Señor, yo soy una estrella… Una estrella porque sólo salgo de noche y no como asado como los nuevos ricos”. Dicho lo cual se sentó y comenzó a comer sus neomilanesas con deleite. El hombre debe haber pensado que estaba loco, porque él también se sentó y siguió comiendo como si nada hubiese pasado.

Resulta curioso el remate de esa frase de Federico Manuel Peralta Ramos. No sabemos, en verdad, si él comía o no comía asado… tal vez fue una ocurrencia sin sentido, pero es dudoso que no lo hiciera, sobre todo si se tiene en cuenta que era una suerte de tragaldabas, que devoraba todo lo que se le ponía por delante. Lo curioso de la afirmación de Federico es que, en cierta medida, coincide con lo que afirma el antropólogo argentino Eduardo P. Archetti, director del Departamento de Antropología de la Universidad de Oslo, en su trabajo Hibridación, pertenencia y localidad en la construcción de una cocina nacional. Señala Archetti que la costumbre de hacer asado los fines de semana comenzó a popularizarse en el Gran Buenos Aires y en los barrios periféricos de la ciudad a principios de la década del treinta del siglo XX.


El asado exógeno. En esos años, los obreros especializados y la clase media baja de inmigrantes atraídos por la incipiente industrialización de esas zonas hicieron del asado un rito celebratorio. Siguiendo a Lévi-Strauss, Archetti explica que lo asado –por la forma de cocción– es una comida ligada a la prodigalidad y por lo tanto exógena, algo con lo cual se convida a los demás pero que al mismo tiempo indica la generosidad de quien lo ofrece. Lo hervido, por el contrario, señala lo endógeno, lo que se consume dentro de la familia, quizá porque se tiene la impresión de que al hervir los alimentos nada de su riqueza se pierde, quedando todo en la olla.

“Hervir –escribe Archetti– es, por lo tanto, una práctica cultural económica y democrática, en el sentido de popular y campesina, mientras que asar es, fundamentalmente, un acto que indica generosidad y exceso aristocrático. Hervir y asar, en consecuencia, señalan diferencias de status entre individuos y clases sociales. En el caso de la Argentina, la abundancia y el exceso que aparecen en el asado convierten, al menos por algunas horas, a los participantes de esta ceremonia culinaria en verdaderos aristócratas. El puchero es y seguirá siendo una comida menos aristocrática, así como lo son todas sus variantes universales. […] la presencia de la milanesa [en la cocina nacional] introduce otra técnica transformativa [de los alimentos]: la fritura. En la fritura, las grasas y aceites reemplazan el agua de lo hervido y la sartén cumple las funciones de la olla. La fritura se puede concebir como formando parte de una cocina endógena.”

Es cierto, a ningún dueño de restaurante se le ocurriría poner en su menú “asado de la casa”, en tanto que resultaba común, hasta los años ochenta, leer en la lista de platos de ciertos restaurantes “puchero de la casa”. Hace ya bastante tiempo que el puchero se convirtió en una rareza en casi todo el país, un plato que sólo incluyen los llamados restaurantes españoles (y el Grill del Plaza, desde luego) en invierno y en determinados días de la semana. Los “años pálidos” le dieron un golpe de furca casi definitivo y los gourmets firmaron su certificado de defunción cuando cerró El Tropezón, de la calle Callao, templo paradigmático del “pucherito de gallina con viejo vino carlón”, como canta Edmundo Rivero. Atrás quedó El Puchero Misterioso, glorioso boliche ya desaparecido de la calle Cangallo, en donde se reunían a comer y a leer sus poemas Carlos de la Púa, Conrado Nalé Roxlo, Raúl González Tuñón y otros bohemios de la época.


Un peso, un dólar. En los noventa, todo el panorama del comer y del beber de los argentinos iba a cambiar radicalmente. La monolítica cocina argentina iba a romperse sin dar lugar, todavía, a una nueva que la sustituya. La equiparación del peso con el dólar generó una avalancha de productos importados que la mayoría de los argentinos no conocía. La revolución comenzó en lo público y llegó también a lo privado, aunque más tímidamente. A eso se sumaron algunas otras circunstancias que hicieron de los años noventa un momento de inflexión. Los cocineros, que hasta esos momentos (con algunas pocas excepciones) eran considerados simplemente como obreros gastronómicos, comenzaron a convertirse en estrellas: aparecieron en televisión y los diarios y revistas comenzaron a ocuparse de ellos. Doña Petrona y el Gato Dumas ya no estaban solos: Donato De Santis, Francis Malmann, Dolli Irigoyen, Martiniano Molina, por nombrar a unos pocos, entraron rápidamente al Parnaso de la fama.

Una ringlera de palabras nuevas –reservadas al lenguaje técnico de los cocineros– comenzaron a ser usadas por algunos sectores de la población y por la prensa: salsa demi-glace, confit de pato, mirepoix, coulis, concasse, cebolla pluma, desglasar… Varios de los periodistas gastronómicos (Miguel Brascó, Fernando Vidal Buzzi, Elizabeth Checa, Alicia Delgado…) ocuparon importantes espacios en la televisión por cable. Nuevas revistas especializadas como Joy, Tintos & Blancos, RSVP, Mirá quién vino, Gourmet.com, entre otras, se sumaron a las tradicionales Cuisine & Vins, El Conocedor y Master Wine. La gastronomía se transformó en una estrella mediática.

En la cocina privada, el uso del aceite de oliva, el aceto balsámico, el cilantro, el curry, los hongos portobello y toda la parafernalia de los cocineros profesionales y mediáticos no alcanzó, sin embargo, el empuje suficiente como para desplazar –con fuerza y personalidad propia– a la vieja culinaria de las pastas, el churrasco y las milanesas. De ese modo, a partir de ese momento se produjo un quiebre importante en la cultura coquinaria de los argentinos. En la Ciudad de Buenos Aires ocurrió un fenómeno que todavía no fue muy bien estudiado por los especialistas. En pocos años (en el lapso que va desde 1990 hasta la actualidad), ciertos sectores de la Ciudad protagonizaron un boom gastronómico –e inmobiliario– sorprendente. El barrio de Las Cañitas, que era un apacible rincón residencial –sin demasiadas características propias– se llenó, haciendo eje en la calle Báez, de un inagotable número de restaurantes de moda, bares concurridísimos y vinotecas tentadoras.


Del bifacho al “must” étnico. En Palermo se repitió el mismo fenómeno. Pero como el barrio era más amplio que Las Cañitas, el nuevo espacio gastronómico (al que se sumaron el diseño y la moda) se dividió en Palermo Hollywood, Palermo Soho y Palermo Viejo. Hoy esos tres sectores son una fiesta. Pero no son los únicos. A lo largo de la calle Venezuela (y sus calles aledañas) brotaron en los últimos tiempos populares restaurantes (con un estilo menos vanguardista que los anteriores, es cierto) y decenas de tiendas que venden ropa de cuero y zapatos.

En la mayoría de estos lugares se practica una culinaria moderna, que no se parece en nada a la tradicional cultura gastronómica argentina. Los sectores jóvenes de la población se acostumbraron a comer de una manera distinta, con nuevos ingredientes, nuevos productos y nuevos sabores derivados de cocinas étnicas muy influyentes, como la china, la thai, la japonesa, la mexicana, la peruana y hasta la india. Picaña de avestruz, cola de yacaré, carré de ciervo y hasta lomo de llama fueron aceptados sin que estos nuevos productos llegaran, al menos hasta ahora, a las carnicerías. El cordero patagónico se convirtió en un must y el salmón rosado está omnipresente en la mesa moderna.

La aparición de Puerto Madero, con sus atractivos restaurantes, donde los numerosos turistas extranjeros se mezclan con el público local, remachó este proceso de destrucción de la cocina tradicional que empezó en los años noventa. Sobre todo porque aún los restaurantes muy populares, como los de la cadena Plaza del Carmen, practican una cocina de platos adornados y fusión de sabores distinta a la de las décadas anteriores. Otro fenómeno, más paulatino y menos ostentoso, completó el cambio: casi todos los cafés comenzaron a servir comidas (sobre todo al mediodía) de modo tal que el café, el té con leche y el submarino alternan ahora alegremente con el filet de merluza a la holandesa o el pollo a la mostaza.
Este cambio en la forma de cocinar en lo público, diferente a lo privado (porque las amas de casa siguen haciendo el cotidiano churrasco de cuadril, los fideos con salsa de tomate, el pollo al horno y las milanesas con puré), fue acompañado con una completa transformación del vino argentino. En los noventa, aprovechando el cambio monetario favorable, las bodegas se tecnificaron y modernizaron, y comenzó una verdadera revolución en las viñas. Las viejas marcas de prestigio (el Suter etiqueta marrón, el Valmont, el Château Vieux, el Fond de Cave, el San Felipe blanco, el Bianchi borgoña…) de pronto se vieron rodeadas por una multitud de nuevas etiquetas que pronto ganaron el corazón de los santos bebedores. Los nuevos vinos argentinos apuntaron a los mercados mundiales y ganaron un espacio considerable. El malbec se convirtió en la estrella rutilante que permitió la aparición de un fenómeno inédito en el país: los argentinos comenzaron a interesarse por conocer cómo era el vino que los acompañaba en la mesa.


In vino véritas. Si bien el consumo de vino per cápita disminuyó en los últimos años (debido a la competencia de la cerveza, las gaseosas y las aguas minerales, que ganaron un destacado lugar), la gente cada vez aprende más cómo degustar el vino en la mesa. En los restaurantes y también en el ámbito privado, es común que el consumidor, al servirse una copa de vino, huela el aroma y mire el color antes de tomar el primer sorbo. Con el vino ocurre un fenómeno contrario al de la comida: en lo privado de la casa y en lo público del restaurante la ceremonia del vino es casi idéntica. En ese sentido, se podría decir que en los últimos tiempos grandes sectores de la población argentina han conseguido articular una serie de rasgos culturales alrededor del vino.

Eso no ocurría hace treinta años. En este largo período no sólo cambiaron las formas de comer y de beber sino que también se modificó la forma de sentarse a la mesa, tanto en lo público como en lo privado. A mediados de los años setenta, aún continuaba –en Buenos Aires y también en el interior del país– una práctica que ahora se achicó tanto que casi no existe. En los maravillosos bodegones porteños (pero también rosarinos o marplatenses) alternaban alegremente en las mismas mesas la Biblia y el calefón, diría Enrique Santos Discépolo. En lugares, digamos, como El Navegante (de la calle Viamonte casi Bouchard) uno podía ver comer, cualquier día al mediodía, a periodistas de La Nación (o de Perfil, como el recordado y cultísimo Alejandro Sáez Germain), disfrutando de una fantástica merluza a la gallega y hablando de fútbol –de mesa a mesa– con obreros del puerto cercano, o con ejecutivos de los bancos de la zona, o con los porteros del edificio de enfrente… Ese melting-pot tan típico de muchos restaurantes argentinos prácticamente desapareció como consecuencia de la destrucción del tejido social de inclusión que comenzó en esos años. Hoy ningún obrero portuario puede ir a comer a la avenida Moreau de Justo ni ningún ejecutivo cambiaría el confit de pato de Puerto Madero por el arroz con pollo de la calle Viamonte, como hacían antes. Entre el quiebre de la vieja cocina argentina y el surgimiento de nuevas maneras de comer en lo público se produjo un vacío muy grande, una brecha que se agranda cada vez más.

A la hora de comer, en estas tres décadas, los argentinos hemos perdido algunas cosas (gran parte de la identidad nacional en la mesa, por ejemplo, aunque eso no quiere decir que entonces comiéramos bien), pero ganamos muchas cosas: nos acercamos a la gastronomía mundial, descubrimos nuevos sabores que no conocíamos, cambiamos la forma de los platos (que de redondos pasaron a ser cuadrados), se acrecentó nuestra cultura respecto del vino, por suerte, y disfrutamos de las bondades del delivery. Con lo cual, al no tener que cocinar, tenemos más tiempo para ver el canal Gourmet. Esperando que no nos pase otra vez aquello señalado por Peralta Ramos: “El país, a medida que fue perdiendo tela, fue del Di Tella a Minguito Tinguitella”.