Nací en plena Segunda Guerra Mundial y mis primeros años de vida estuvieron impregnados del temor a la guerra entre los dos bloques triunfantes que se disputaban el mundo después de la rendición nazi y la devastación de Hiroshima y Nagasaki en 1945. La guerra de Corea, que transcurrió entre mediados del '50 y mediados del '53, tragedia humana reflejada como nunca por la televisión que, aunque todavía primitiva tecnológicamente, transmitía imágenes y opiniones descarnadamente sin las censuras de las guerras recientes.
Imaginarme cuál podría ser el desenlace me provocaba tal ansiedad que cuando en las comidas familiares se tocaba el tema me levantaba con cualquier pretexto para no escuchar.
Luego mis temores infantiles maduraron y me volví uno más de los ciudadanos del mundo que creyeron posible una apocalíptica guerra nuclear. Y ello no era una fantasía sino que en algunos momentos pareció inminente, como durante la guerra de Vietnam en que aún despiertan polémicas los motivos por los cuales los Estados Unidos habrían aceptado su derrota sin utilizar su poderío nuclear como lo habían hecho años antes con Japón.
Otro momento en que el mundo pareció a punto de volar en pedazos fue cuando la Unión Soviética instaló misiles en Cuba. Recuerdo el título en letras enormes del diario La Razón: “la guerra nuclear es inminente”.
Situación bien reflejada por Oliver Stone en su película “JFK” en que la que muestra con mucha información periodística e historiográfica cómo Kennedy se opuso a la opinión mayoritaria y presionante de sus asesores militares y dio tiempo a que Kruschev, a último momento, ordenase el regreso de las naves cargadas de misiles.
Eran tiempos de los años cincuenta y sesenta en que en la televisión se veían alumnos escolares haciendo simulacros para protegerse (¿?) de bombardeos nucleares, también adultos previsores construyendo refugios subterráneos de hormigón armado repletos de vituallas con la discutible esperanza de sobrevivir a una guerra nuclear.
Nunca me fue comprensible que la posibilidad del mundo de no pulverizarse era que ambas potencias fueran aumentando su capacidad de destrucción lo que, hipotéticamente, haría que nadie se animase a desencadenar la guerra. Eso era suponer que los líderes políticos son siempre sensatos y equilibrados, comosi en Rusia no hubiera existido un Stalin o, recientemente en los Estados Unidos, un Bush. Es obvio que cualquiera de los dos hubiera pestañeado sólo dos veces antes de apretar el botón. Es memorable el film de Stanley Kubrik (1964), “Dr. Strangelove”, rebautizada entre nosotros como “Dr. Insólito, o como aprendí a no preocuparme y a amar la bomba”, con la mejor actuación cinematográfica de Peter Sellers, un desaforado militar norteamericano que se desvive por arrojar bombas nucleares sobre Rusia.
Se suponía que para destruir el mundo bastaba con apretar un botón que estaba siempre a la mano de los presidentes norteamericano y ruso. Un eficaz chiste gráfico de la desopilante revista “Mad” en los años setenta mostraba al presidente Ronald Reagan recién despertado y somnoliento, aún en la cama, que desea llamar a un sirviente y para ello busca el botón correspondiente sobre su mesa de luz pero se equivoca y aprieta el botón nuclear.
La caída del Muro de Berlín simbolizó la desaparición del peligro de una guerra nuclear total de la que, se descontaba, el mundo no sobreviviría. Albert Einstein definió astutamente ese temor colectivo: “No sé si habrá una tercera guerra mundial, pero si la hay estoy seguro que la cuarta será con piedras y palos”. Hoy no es seguro que ello sea positivo pues el riesgo que entonces dependía de sólo dos bandos se ha multiplicado.
La disgregación de la Unión Soviética ha hecho que países para nosotros difíciles de ubicar en el mapa y hasta de pronunciar sus nombres, antaño bases nucleares estratégicas del bloque comunista sean hoy dueños de poder nuclear. Otros, gracias a sus científicos y a sus espías, han terminado por poseerlo y otros están camino.
También es amenazante su posesión por parte de terroristas o narcotraficantes. Ello ha elevado la posibilidad de uso del armamento nuclear, independizado ya de un control, aunque precario pero control al fin, en manos de los dos grandes bloques de posguerra. Eso también se desplomó el 9 de noviembre de 1989.
(*) El autor es historiador, esritor y psicoanalista.