Si algo caracteriza a Cristina y sus soldados, es la nostalgia que sienten por la Argentina de antes de la restauración democrática de hace 29 años. Tal vez por suponer que la democracia es un sistema demasiado insulso para políticos y politizados que necesitan dosis frecuentes de emociones fuertes, se resisten a entender que mucho ha cambiado desde entonces, que ya no se trata de recuperar derechos secuestrados por uniformados sino de abocarse a la tarea ardua, pero nada épica, de la consolidación institucional. Aún viven en el país de mediados de la década de los setenta del siglo pasado cuando, desde su punto de vista por lo menos, todo era mucho más sencillo que en la actualidad, ya que a su juicio era muy fácil distinguir entre los buenos por un lado y los irremediablemente malos por el otro.
Es con toda seguridad por este motivo que se esfuerzan tanto por convencerse de que la democracia es solo una fachada detrás de la cual los militares y sus cómplices siguen en el poder, que con un grado de astucia preternatural se las han ingeniado para engañar al pueblo disfrazándose de civiles inofensivos cuando en realidad son los monstruos siniestros de siempre. Puede que estos golpistas miserables ya no manejen tanques como en los buenos viejos tiempos, pero, de tomarse en serio las advertencias de Cristina y sus incondicionales, cuentan con unidades mediáticas que son igualmente mortíferas y también, como los oficialistas más perspicaces acaban de enterarse, de batallones de jueces que se han puesto a su servicio, además de columnas bien armadas de chacareros oligárquicos, sindicalistas motorizados, economistas neoliberales, jubilados carancho y otros enemigos del pueblo, para no hablar de sus atroces aliados foráneos.