Latinoamérica es monárquica. Aunque no lo sepa y aunque su apariencia engañe con un republicanismo abarcando la casi totalidad del mapa, Latinoamérica es visceralmente monárquica. Paradójicamente, las repúblicas latinoamericanas son, en general, más monárquicas que las mismísimas monarquías europeas. ¿Por qué? Porque en las monarquías del Viejo Continente los reyes, las reinas, los príncipes y las noblezas no tienen poder político. Es más, ni siquiera los gobiernos elegidos por el voto tienen el poder que fácilmente acumulan el grueso de los presidentes de las repúblicas de América latina. La diferencia está en la participación de la sociedad en la vida política del país.
En esta parte del planeta se entiende por participar la militancia política, sindical, barrial..., además de la deliberación en asambleas y el activismo en protestas callejeras. Yo definiría este tipo de acciones como “participacionismo”, distinguiéndolo de la verdadera participación social en el manejo de la cosa pública. Una sociedad es participativa cuando retiene poder en lugar de concederlo graciosamente al gobernante de turno. Y el poder es retenido por la sociedad cuando lo deposita en las instituciones y no en las manos de un solo dirigente.
El poder depositado en las instituciones y en las leyes distingue a la sociedad civil; mientras que el poder concentrado en la persona del gobernante caracteriza a la sociedad sumisa. La participación de donde surge la sociedad civil está integrada por ciudadanos. El participacionismo con el que se entretiene la sociedad sumisa está integrado por súbditos. Hay muchos elementos que confunden. Cómo puede ser sumisa una sociedad capaz de ganar la calle para tumbar gobernantes o para respaldarlos; y cómo puede ser participativa una sociedad poco adicta a las multitudinarias manifestaciones de protesta o de respaldo a un líder.
En el pasado (y en algunos casos actuales), las sociedades sumisas lo eran (y los son) por impotencia y resignación. Pero en Latinoamérica, desde la redemocratización que comenzó con el fin de la Confrontación Este-Oeste y por ende el fin de la protección norteamericana a las dictaduras militares, la sumisión social no responde ni a la impotencia ni a la resignación, sino a la convicción monárquica de que el mejor modo de invertir el poder democrático es entregándolo totalmente a un hombre fuerte, esperando de él un liderazgo mesiánico que será venerado desde calles y plazas mientras tenga buenos resultados; pero que, si en lugar de éxitos y satisfacciones lo que trae es crisis y frustraciones, será repudiado y culpabilizado por todo, hasta que las masivas protestas o la violencia generalizada lo eyecte del poder.
Esta rebeldía esporádica genera la falsa sensación de un pueblo activo, cuando en realidad el monarquismo lo que hace es desactivar al pueblo hasta que una crisis o un fracaso vuelve a activarlo, situación en la que permanece hasta la coronación del próximo monarca, que implica una nueva desactivación, y así sucesivamente. Este activismo intermitente revela precisamente la debilidad de las instituciones y las leyes, por no estar depositado en ellas el poder de la sociedad.
La vigencia, asumida u oculta, del “roba pero hace” grafica la impunidad de la que goza el monarca del falaz republicanismo latinoamericano, en tanto y en cuanto su gestión sea exitosa o así la perciba el grueso del pueblo. Por la misma razón, el acoso jurídico recae sobre un gobernante cuya gestión fracasó, aunque haya actuado con ética visible en el manejo de la cosa pública. En rigor, en todos los casos lo que se premia y se castiga es el éxito o el fracaso, no la ética o la incorrección del funcionario. El hecho es que las monarquías parlamentarias del mundo desarrollado son mucho menos monárquicas que las repúblicas latinoamericanas, porque en las primeras la sociedad se vuelve participativa al retener el poder depositándolo en las instituciones, en lugar de entregarlo a los gobernantes. Mientras que en la hipocresía política latinoamericana, instituciones y leyes quedan vaciadas de poder al depositarse todo en las manos del monarca de turno.
El nombre oficial del monarca latinoamericano es caudillo. Al hablar de monarquía en este ensayo, no me refiero específicamente al sistema hereditario de poder donde hay rey o reina, príncipes, princesas y nobleza que habitan palacios, se desplazan en carruajes y usan tronos y coronas. Me refiero al significado concreto de la palabra, el que le dieron los antiguos griegos al distinguir las formas de gobierno según la cantidad de depositarios del poder soberano. Y en términos numéricos, como la palabra lo indica, la monarquía es el poder en manos de una sola persona. También los líderes mayoritaristas, o sea aquellos cuyo poder se asienta en el respaldo de vastas mayorías, y por ello se sienten con derecho a ignorar y marginar a las minorías, erradicando toda influencia que quieran ejercer. Por eso tales liderazgos siempre se proclaman fundacionales.