Hay una palabra que dispara todo tipo de cancelaciones: ajuste. Tanto moviliza, que en el reciente “entendimiento” el ministro de Economía y el Presidente insistían en que se pudo frenar el avance de un ajuste que otros decían que era inevitable.
El escueto comunicado oficial del Fondo Monetario Internacional hace foco en un punto acordado: “El sendero de consolidación fiscal que formará un ancla de política clave del programa”.
Para evitar todo vestigio de zaraza, incluso pusieron cifras a la desaceleración del déficit para arribar al icónico 0% en 2025. Pero este año ya debería sufrir una importante poda: de entre 0,6% y 1,8%, según cómo se haya estimado el déficit del año 2021, porque incluía ingresos extraordinarios, como el impuesto a los altos patrimonios “por única vez”. Además, el viento no será a favor, como en 2021, con alzas en el precio de las commodities, bajas tasas de interés global y un clima aceptable.
Este año se proyecta una combinación de una cosecha erosionada por la sequía, alzas en las tasas internacionales y subas en el precio del gas, que desequilibraría el balance comercial y además presionaría por más subsidios energéticos, cuando se comprometieron a bajarlos drásticamente.
Otro elemento desequilibrante será la presión inflacionaria por la distorsión de los precios relativos y la recomposición estadística de las jubilaciones, que tiene un rezago en su actualización cuando la inflación es creciente.
¿Cómo se compatibilizan estas presiones con el sendero fiscal consolidado, pilar del camino a un acuerdo de largo plazo? Las alternativas son dos: o se baja el gasto público o se elevan los ingresos. También una combinación de ambas, cosa que probablemente ocurra cuando las rigideces aparezcan y la política muestre sus restricciones.
El gasto público en Argentina creció casi 15% del PBI desde los años que Néstor Kirchner se ufanaba de haber alcanzado los déficits gemelos: externo y fiscal.
Algo ocurrió para haberlo dilapidado y alcanzar 2022 con cepos, control de cambios y un rojo permanente que, por carecer de crédito, se termina monetizando, como lo grafica el 51% anual de inflación (reprimida) del último año.
Argentina es el país de América, fuera de las excepciones de Venezuela, Cuba y algún otro país centroamericano, con mayor proporción de su producto dedicado a los bienes y servicios públicos.
Es cierto que, aun en países exitosos, no hay una receta única en este aspecto, pero lo curioso de Argentina es que, aun estando en el promedio de países de la OCDE, no obtiene los beneficios del “Estado presente” al que se rinde culto en aquellos países. Colombia, por ejemplo, de similares dimensiones que nuestro país, gasta un 32% del PBI y España, con 8% más de población, un 42%
Llama la atención no solo el sendero de debilitamiento fiscal argentino luego del gran salto devaluatorio de 2002 (con su consabido efecto en los niveles de pobreza y redistribución del ingreso) sino la poca atención que la eficiencia en el gasto fue seguida por los cuadros políticos. Generalmente, la historia cercana muestra que, para ampliar el beneficio de un servicio púbico, la respuesta que da el gobierno de turno, y aun convalida su oposición ocasional, es la de aumentar los recursos. Es como si en este campo la escasez no fuera un principio rector.
La otra respuesta que tiene arraigo en la tradición política argentina es la de disponer de nuevos impuestos o subir las alícuotas de los que más recaudan y son fáciles de aplicar. Como cazar en el zoológico.
Ya son 170 los gravámenes generados para intentar cerrar una brecha interminable. Un camino tan fácil como la proclama de hachar el gasto bajando partidas, cuando casi el 60% del presupuesto se destina al sistema previsional y las ayudas sociales de emergencia.
El otro, el que conduce a la sostenibilidad de un presupuesto equilibrado, es el de gestionar con profesionalismo y eficacia lo que políticamente se elige gastar. La única manera de que cada peso que se sustrae al sistema productivo agregue más valor y se ponga en marcha un círculo virtuoso.