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El imperio de la ley

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Las monsergas de ministros y portavoces del Gobierno alrededor del tema de la represión, han tenido el desgastado colorido de las querellas bizantinas que tuvieron lugar a partir de Constantino sobre la naturaleza divina o humana de Jesucristo o el sexo de los ángeles.
La dificultad no se resuelve acudiendo al uso mágico de formulaciones contradictorias -"represión no violenta"- sino sacando el debate del terreno instrumental donde está instalado y colocándolo donde debe estar situada la cuestión de fondo: la aceptación del imperio de la ley en una sociedad democrática.

En todos los países civilizados, donde se ha impuesto la autoridad del Estado como expresión de la soberanía popular, existe un acuerdo incuestionable de que a éste corresponde, en exclusiva, el ejercicio de la coacción. Según Max Weber (Economía y sociedad, FCE) el rasgo característico del Estado es "el monopolio del uso legítimo de la fuerza física en la imposición de su orden. A las demás asociaciones o personas individuales sólo se le concede el derecho de la coacción física en la medida en que el Estado lo permite" (p. 1056).

Este poder de coerción que se concede al Estado es a los fines de que pueda garantizar el imperio de la ley. Como dice Habermas, "los derechos han de imponerse, porque la comunidad jurídica necesita tanto de una fuerza estabilizadora de su identidad como de una administración organizada de la justicia". Los medios a través de los cuales se impone el derecho son conocidos: la autoridad de los jueces y los medios policiales para obtener el cumplimiento efectivo de sus resoluciones. Existe una labor complementaria de prevención, que habitualmente está situada en la esfera ejecutiva, pero que siempre debe rendir cuentas a la autoridad judicial. Expresiones acerca de la "criminalización de la protesta social", la "represión violenta" y "el orden impuesto a palos" conforman parte de un discurso en parte ingenuo -por su trasfondo ideológico- y en parte cínico, en cuanto se utilizan como clichés para atribuir aviesas intenciones a los rivales políticos. Según el relato oficial, la derecha argentina tiene una carga genética tan extraña que la lleva a alentar primero el desorden social, para reclamar a continuación el retorno del orden perdido.

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En cuanto al trasfondo ideológico de esta pulcritud seráfica en la aplicación de la ley, probablemente se remonte a las viejas lecturas leninistas, que acusaban al Estado de ser un instrumento de represión en provecho de la clase gobernante. Tesis que hizo suya luego Stalin para usar la estructura burguesa del Estado contra los "enemigos del proletariado". Argumentó, en su descargo, que sólo lo hacía de modo temporal, dado que cuando tales enemigos desapareciesen, ya no habría necesidad de Estado.

Si situamos cada cosa en su lugar, el punto de partida de cualquier análisis debiera ser el reconocimiento de que uno de los problemas más graves que afectan a la Argentina es la anomia, es decir el incumplimiento habitual de la ley, como lo señalara hace más de veinte años -en "Un país al margen de la ley"- el jurista argentino de fama internacional, Carlos Nino. Las conductas anómicas abarcan desde incumplimientos graves -como la elusión de las normas impositivas, el uso reiterado de atajos institucionales a través de DNU, delegaciones legislativas, etc., o el manejo patrimonial de los fondos públicos- hasta conductas menos graves -como el incumplimiento de los contratos privados, la violación de las normas de tránsito o el descuido de los espacios públicos-.

Como consecuencia de la crisis que estalló a fines del 2001, se han incorporado al arsenal de conductas anómicas el corte de calles, la interrupción del tráfico ferroviario, la ocupación de parques públicos y la usurpación de terrenos privados. Estos comportamientos, que se pretenden justificar en necesidades sociales desatendidas, tienen -y sin perjuicio de lo anterior- una clara estructura extorsiva, en tanto y en cuanto quienes sufren las consecuencias son esforzados trabajadores, impedidos de llegar a sus puestos de trabajo o regresar a sus lugares de descanso. Estos métodos tal vez fueron espontáneos en sus orígenes, pero actualmente conforman el arsenal de grupos políticos muy radicalizados o sencillamente son aprovechados para hacer negocios por grupos mafiosos en las villas de emergencia.

El Gobierno, en tanto representación del Estado de derecho, tiene la función indelegable de exigir el cumplimiento de la ley y ordenar que las protestas sociales -legítimas en una sociedad democrática- se acomoden a los causes legales establecidos que no contemplan la posibilidad de actuar extorsivamente sobre terceros inocentes o dañando bienes públicos. Naturalmente, nada impide que las cosas se hagan de un modo inteligente, racional y proporcionado, actuando como se ha hecho, por ejemplo, con los ocupantes del Club Albariños, es decir, identificándolos y disponiendo su posterior detención y puesta a disposición ante el juez, quien deberá determinar el alcance de la infracción penal cometida. Lo que es incomprensible y francamente absurdo es que el jefe de Gabinete salga a proclamar públicamente que la usurpación de terrenos públicos no es delito.

Lo que una autoridad pública debe reclamar frente a la sociedad es el acatamiento al imperio de la ley y dejar para un seminario universitario el debate sobre si esa infracción tiene el alcance de un delito o, en ocasiones puede ser considerada una simple contravención. En esto consiste, probablemente, la mayor confusión del gobierno: no reconocer que el cumplimiento de la ley es la cuestión principal y las formas de aplicación son una cuestión secundaria. Las sociedades complejas, como las sociedades modernas, sólo pueden socializar sus comportamientos a través del derecho. Desde una perspectiva de izquierda responsable, el derecho -el imperio de la ley- es el más importante medio de integración social. El compromiso democrático de alcanzar una mayor integración social, en donde el derecho de progresar no sea coartado arbitrariamente, es la sustancia medular que da fuerza a ese compromiso. Por consiguiente, tanto en Buenos Aires como en La Habana, el Estado viene obligado a garantizar el ejercicio regular de los derechos ciudadanos y a segar todas las vías de hecho que impidan o limiten su ejercicio.

 

(*) Agencia DYN