Por Roberto García (*)
¿Quién podía imaginar que un demócrata, nacido en el radicalismo, criado en el alfonsinismo, cultivado además por Néstor Kirchner como uno de sus intendentes favoritos –antes, cuando todavía capturaba adhesiones con obsequio de subsidios y obras– era capaz de levantar un muro ominoso y gigantesco que separara una calle de otra, un barrio de otro, un ser humano de otro? Casi un acto demencial si se lo observa con mentalidad europea (aunque los alemanes tuvieron su propio paredón gracias a los soviéticos, o los franceses su inservible Línea Maginot) o norteamericana (quienes dispusieron del propio para controlar o impedir el ingreso de los mexicanos).
Impensable la decisión en un hombre como Gustavo Posse, maduro y sensible, siempre elegido democráticamente, casi invencible en las urnas como su padre, dialoguista y apareado a la expresión más progresista de la Iglesia Católica representada por el obispo de San Isidro, monseñor Casaretto. Algo huele demasiado mal en Dinamarca para impulsar un proyecto tan odioso.
A cargo de una de las zonas más ricas de la provincia, con medios de los que otras carecen, Posse en San Isidro finalmente se estrella en la construcción de un paredón que lo divida físicamente de San Fernando como alternativa para frenar, en parte, la invasión de delincuentes que han convertido a una, en tierra a someter y vejar, y a la otra, en santuario de los malvivientes. Su iniciativa, explican quienes la objetan, tiene una raíz política para congraciarse con sus despojados y quejosos vecinos.
Más bien, al margen del primitivismo de la construcción, parece una muestra de impotencia para contener el avance de los bárbaros, una resolución desesperada. Finalmente, trata de ofrecerles a quienes no pueden vivir en barrios cerrados –y pagan los mismos impuestos– una protección semejante a la Muralla China, en la que estos últimos guardan sus miedos. La vuelta al Medioevo, si se quiere. Aunque, como hace 50 años, en el clásico La ilusión de la seguridad, el austríaco Egon Eis, ya demostró que ese tipo de límite siempre culmina burlado.
* Especial para Diario Perfil