En los últimos días y como si se tratara de esas cuestiones prioritarias que no admiten dilación, hemos sido testigos de dos emprendimientos del Poder Ejecutivo Nacional y de algunos de sus funcionarios. Por el primero de ellos, el Gobierno pareciera estar hondamente preocupado por la salud del Ministro de la Corte Suprema, Carlos S. Fayt. Esta preocupación se exteriorizó de dos maneras.
Algunos legisladores han sugerido iniciar una investigación legislativa para establecer si el Juez Fayt aún posee idoneidad para el cargo. Pero el Jefe de Gabinete, ha ido un poco más allá. En esta oportunidad, en vez de injuriar a un muerto, como hizo con Nisman, arremetió “corajudamente” contra el veterano Ministro y, como quien invita a una pelea entre cuchilleros, lo ha desafiado a que “salga a la calle”.
La razón de ser de esta arremetida no obedece, obviamente, a una intranquilidad sincera por el estado de salud del Ministro Fayt. Tampoco se han identificado incorrecciones o irregularidades en sus votos actuales que denoten desajustes en la condición psíquica de su autor. No existe un análisis semejante y cualquier profesional avezado sabe, además, que tales reproches caerían en saco roto: Los votos de Fayt, se los comparta o no, siguen poseyendo fundamentos serios y su estilo no da señales de haber variado. Por lo demás y hasta donde se conoce, las rutinas de trabajo de su vocalía no difieren sustancialmente de las observadas en los últimos años ni de cómo trabajan otras dependencias del Tribunal. Tampoco se han señalado irregularidades puntuales atribuibles a su larga edad que repercutan o hayan repercutido perjudicialmente en el funcionamiento del Alto Tribunal.
Hasta donde se sabe, eso no ocurre. Por último, desde el Gobierno no han levantado objeciones acerca de su comportamiento público o privado que ponga en tela de juicio su buena conducta, característica esta cuya presencia es exigida textualmente por la Constitución nacional. En síntesis, no se expresan razones constitucionales o legales para molestar a un Juez de la Corte Suprema en el ejercicio de su elevada función.
Otro reproche, más aparente que real, parece estar centrado en el hecho que el Ministro habría firmado una Acordada de la Corte en su casa y no en el Palacio de Justicia. Esto –como es obvio para la gente vinculada al funcionamiento de los tribunales- no es una razón de peso. Muchas veces los jueces de la Corte y los de otras instancias –sea por comodidad, urgencia, enfermedad u otras causas- suelen firmar una sentencia fuera del despacho. Por lo que esa circunstancia nunca puede ser demostrativa de que un juez carece de idoneidad funcional. Tampoco caracteriza lo que podría encuadrarse como “mala conducta”.
En realidad, las causas de esta empresa pueden ser muy variadas pero está claro que las alegadas de ningún modo se relacionan con los recaudos que la Constitución nacional impone a un juez del Tribunal.
No obstante, no puede soslayarse que el sólo hecho que estos embates sucedan debe tener su repercusión en la Corte Suprema y en el resto del Poder Judicial de la Nación. Debe ser difícil trabajar con tranquilidad de espíritu y con independencia cuando la titular del Poder Ejecutivo, el Jefe de Gabinete, prominentes legisladores oficialistas y la Sra. De Bonafini se dirigen con semejante virulencia hacia un magistrado que integra la Corte Suprema de Justicia. El tenor de los ataques pone en vilo no sólo la integridad del Ministro sino, indirectamente, la de los restantes ministros del Tribunal que trabajan junto a él.
Además de los embates contra Fayt, un segundo hecho vincula a la titular del Ejecutivo y a la Corte Suprema. El Presidente del Tribunal sostuvo que uno de las misiones del Poder Judicial es poner límites al Gobierno. Esta afirmación hace al ABC de nuestro sistema constitucional. Es algo tan obvio como sostener que la lluvia moja o que el Papa es católico. En nuestro sistema constitucional, cualquier juez competente, nacional o provincial puede prescindir de aplicar una norma sancionada por el legislativo o por el ejecutivo si considera fundadamente que ella vulnera un derecho o garantía constitucional del peticionante perjudicado por el accionar estatal o particular. Igual consecuencia se sigue si un órgano federal o provincial ejerce una competencia que la Constitución no le atribuye.
Éste es el tipo de límites al que aludió el Magistrado. Nadie está por encima de la Constitución ni de la ley. Pues bien, ante la afirmación del titular de la Corte Suprema, la Presidenta de la Nación reaccionó y sostuvo que a ella sólo la limita el pueblo. Es evidente que si la Presidenta sinceramente cree lo que afirmó, tiene en mente un sistema diferente. Pues a ella (y a los demás funcionarios del gobierno nacional y de los provinciales), la Constitución y la ley también la obligan. Y cuando se trata de un derecho litigioso, en nuestro sistema, el último intérprete de la Constitución y de la ley es el Poder Judicial. En estos casos, los particulares y los poderes públicos, sin importar su jerarquía, deben someterse a su sentencia. Negar esto es colocarse al margen de la ley y de la Constitución.
Es volver a una suerte de prehistoria constitucional, donde impera la fuerza del más poderoso. Es, de algún modo, una vuelta al estado de naturaleza o de barbarie del que la Argentina decidió apartarse cuando sancionó la Constitución nacional y optó por diseñar un esquema de distribución del poder que fue juzgado como el más progresista del momento. Muchos pensamos que lo sigue siendo.
Sin embargo, quizá aquel otro sea el sistema que algunos prefieran. Ésta es la discusión que veladamente subyace. Una brutal prevalencia del poder del más fuerte por sobre el de aquellos que prefieren resignar el poder propio (o parte de él) en aras de una convivencia más tolerante y más pacífica.
En definitiva, como dijera el zoólogo y etólogo Desmond Morris, el hombre, el Mono Desnudo, ha evolucionado dispuesto a conquistar el mundo. “Es un producto novísimo y experimental y, con frecuencia, los modelos nuevos presentan imperfecciones. Sus principales agobios derivarán del hecho de que sus progresos culturales rebasarán a todos los progresos genéticos. Sus genes quedarán rezagados, y tendremos que recordar constantemente que, a pesar de todos sus éxitos en la adaptación al medio, sigue siendo, en el fondo, un mono desnudo”.
(*) Abogado constitucionalista, profesor de la Universidad de Buenos Aires