Hay una crisis del periodismo. No sólo se trata de que la profesión cambia por las transformaciones tecnológicas sino de un desconcierto respecto de su función. Los periódicos en papel ven menguados sus lectores. La gratuidad de algunos de ellos no compensa las pérdidas económicas del sector. Es sabido que las empresas periodísticas pasan a ser parte de sociedades accionarias que agrupan rubros de actividad que nada tienen que ver entre sí. Pertenecen como un negocio más a multinacionales globalizadas. Por otra parte, los grupos de poder con ambiciones de liderazgo compran medios de comunicación con el objetivo de pesar en la opinión pública y convertirse en un factor de presión.
Las escuelas de periodismo enseñan la “cocina” de la tarea profesional que consiste en operaciones de taller para las que importa más ser testigo y hasta protagonista de las primicias que especialista en algún rubro del interés público por el estado de las cosas.
La sociedad del espectáculo se apropia de la actividad y produce tantas estrellas de la información como la que genera la industria del entretenimiento. Dentro de esta nueva configuración mediática, una de las novedades respecto de la imagen del periodismo en nuestro país es que de su función pastoral de los noventa – ser representante de la gente respecto del poder a la manera de los profetas del Antiguo Testamento que denunciaban el mal terrenal en nombre de Dios – hoy en día se la concibe como un engranaje funcional al mundo del dinero por lo que se considera a su portavoz como un vicario. El periodista de pastor que oficiaba su misión en nombre de la verdad, se ha convertido por el cambio de valores en nuestra cultura en un profesional que miente al servicio de las corporaciones.
El mundo laboral ha quedado dividido de acuerdo a un sentimiento generalizado entre mercenarios y militantes.