Néstor Kirchner no está acostumbrado a perder. Se nota en sus acciones. Se nota en su andar y, por sobre todas las cosas, se nota en sus decisiones para el armado post 28-J. Recluido en la Quinta de Olivos, el ex presidente del PJ no desapareció. Habla por teléfono, se enoja, vuelve a llamar, se vuelve a enojar, insulta, reclama. No se desconecta. Ya no usa a los interlocutores habituales, pide que lo comuniquen y llama él. En ese sentido, el riñón kirchnerista se parece mucho más a la de los comienzos del Frente de la Victoria que al de las últimas semanas antes de las elecciones.
En las malas, Kirchner se recostó en la vieja guardia. Rudy Ulloa volvió a peregrinar la Quinta de Olivos. Osvaldo Sanfelicce, su eterno socio, dejó los negocios en el sur para tratar de estar cerca de él y los secretarios de Legal y Técnica e Inteligencia, Carlos Zannini y Hector Icazuriaga son los encargados del armado político: los estrategas de la vieja y ahora rejuvenecida mesa chica K. Sólo que ahora la sede ya no es la vieja unidad básica del Barrio del Carmen en Río Gallegos, sino que el nuevo bunker K es uno de los quinchos de la Quinta de Olivos, alejados de la residencia, donde Cristina tiene su propio espacio. Ahí, se rearma el viejo Frente para la Victoria hasta altas horas de la noche y con generoso whisky de por medio. Ahora en la residencia presidencial, el poder quedó dividido en distintos metros cuadrados.
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