Corría el año 1973, cuando mezclados en las columnas de jóvenes de la JP, Néstor Kirchner y Cristina Fernández, gritaban "íSe va a acabar, se va a acabar, la burocracia sindical!". Primera paradoja: nunca el poder de la burocracia sindical ha sido tan inmenso como en el período de gobierno del matrimonio presidencial. Segunda paradoja: nunca el verbo traicionar ha sido tan utilizado como ahora por sus seguidores, ciegos ante la traición más descarnada a los ideales juveniles democratizadores de los años 70.
El enorme poder económico acumulado por la burocracia sindical es una anomalía argentina. No existe ningún antecedente en el mundo de una estructura sindical de semejante envergadura, consecuencia del apoyo que le presta el Estado a través de un entramado legislativo que viola tratados internacionales firmados por nuestro país. En ningún lugar del mundo una corporación sindical acumula tanto poder, al punto que le permite interferir y condicionar el libre juego en el seno de las instituciones democráticas.
Los pilares en los que se asienta el poder sindical son dos. En primer lugar, una Ley de Asociaciones Profesionales que confiere al sindicato reconocido por el Estado, "personería gremial", es decir le concede el monopolio de la representación sindical para firmar convenios colectivos de trabajo y otras ventajas. Como a su vez la Ley no establece garantías para que se produzca la necesaria y conveniente renovación de las direcciones sindicales, se padece el fenómeno de la perpetuación de unos líderes que han convertido a los sindicatos en una suerte de anacrónicas corporaciones feudales.
La segunda columna en la que se apoya el poder sindical en la Argentina, reside en la Ley de Obras Sociales, un engendro de la dictadura militar de Onganía quien, para ganar el apoyo de los sindicatos, les dio el control sobre enormes sumas de dinero que se recaudan de los afiliados a las obras sociales.
Todo el sorprendente fenómeno de enriquecimiento de los dirigentes sindicales argentinos es consecuencia del manejo discrecional de esos fondos, que son vampirizados a través de empresas que prestan servicios a las obras sociales y que están en manos de familiares de los dirigentes sindicales. Esto acontece cuando operan "en la legalidad" puesto que, como lo muestra el caso de "la mafia de los medicamentos" en La Bancaria, también se utilizan metodologías de apropiación que son lisa y llanamente criminales.
La muerte del joven Mariano Ferreyra a manos de una patota sindical patrocinada por la Unión Ferroviaria debería convertirse en un nuevo "caso Carrasco", un revulsivo que limpie definitivamente los establos de Augías en que se han convertido los sindicatos argentinos. No puede haber más demoras ni pretextos para corregir esta enorme distorsión de la democracia argentina. El conjunto de partidos de la oposición debe definir una política de Estado, es decir un compromiso blindado en el tiempo, para impulsar en el Congreso presente o futuro nuevas leyes que derriben las columnas legislativas en la que se apoya el poder desmedido de la corporación sindical.
En primer lugar, se debe dictar una nueva Ley de Asociaciones Profesionales que rompa el monopolio sindical y establezca la pluralidad de asociaciones sindicales, sin intervención alguna del Estado. Las comisiones paritarias deberán estar conformadas por los representantes de las diferentes asociaciones sindicales, en función de su representatividad, es decir de acuerdo con el número de delegados obtenidos en las elecciones que bajo supervisión de las autoridades electorales debe tener lugar en cada lugar de trabajo. Así, funciona el sistema en España, otorgando garantías de auténtica representación a todas las sensibilidades sindicales.
En segundo lugar, se debe abordar la reforma de la ley que confiere el manejo de las obras sociales a los sindicatos. En una primera etapa, las obras sociales deben estar auditadas y bajo el control de un comité de supervisión no rentado en el que participen todas las asociaciones sindicales y empresarias del sector, con un gerente profesional al frente de la gestión administrativa. En una segunda, habría que valorar si el sistema de salud argentino puede estar feudalizado en distintas obras sociales, cuando desde una perspectiva racional, los servicios de salud deben estar centralizados en unidades cada vez más complejas, sin perjuicio de descentralizar la atención primaria.
No debe haber más demoras para iniciar este proceso de regularización legal. Nunca las condiciones políticas han sido más propicias, dado que existe un enorme sector del peronismo "federal" que -si se atienden las declaraciones "antimoyanistas" de Eduardo Duhalde y Felipe Solá- debería apoyar sin retaceos esta reconversión integral de la estructura sindical. La Argentina debe romper las ataduras con un pasado corporativo que es una de las causas de su ineficiencia e improductividad. No sólo por la presencia de pesadas y costosas burocracias externas a la actividad productiva, sino porque la falta de democracia sindical impide el diálogo proactivo entre empresarios y trabajadores, que se debe nutrir alrededor de potenciar lo que les es intrínsecamente común: la empresa concebida como proyecto institucional compartido.
(*) Agencia DYN