La Quinta de Olivos parece una romería. Intendentes bonaerenses de todas las secciones y y gobernadores desfilan en tandas. Se reúnen primero con el ministro del Interior, Florencio Randazzo, y con el secretario de Obras Públicas, José López. "¿Qué necesitan?", preguntan. Los dirigentes plantean sus inquietudes y exponen las obras que necesitan para sus distritos. Después sí, como una peregrinación de fieles que terminan su viaje sagrado en el santuario, se sientan en una larga charla de política frente a Néstor Kirchner, que los espera con su clásico cuaderno y su birome Bic y anota cada uno de los pedidos.
Quienes frecuentan los pasillos de Olivos aseguran que los intendentes no pueden ocultar su felicidad cuando salen de ver al "jefe". "Se les cae la baba", dice un dirigente provincial que dialoga a diario con decenas de caciques municipales. Aseguran que Kirchner escucha y dialoga, y que la obsesión por las legislativas de octubre le quita el sueño. Para los caciques municipales, en especial para los del conurbano bonaerense, el negocio es redondo: un Kirchner conciliador y dialoguista con una abultada billetera para hacer obras.
La estrategia del ex presidente es tan burda como precisa: ofrece cash y jugosas obras públicas a cambio de apoyo electoral, endulza los oídos de aquellos dirigentes que no gobiernan pero que tienen entre ceja y ceja la ambición del 2011, como Carlos Reutemann, y hasta le tiende la mano al campo, su más acérrimo enemigo.
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