Según datos del Indec, para el segundo semestre de 2022, la pobreza subió al 39,2% y, dentro de ello, la indigencia casi no experimentó cambios importantes, afectando al 8,1% de la población. En buena medida, estos datos no sorprenden si consideramos el régimen inflacionario que afecta a la economía y pega sobre los ingresos de los hogares; aunque cabe señalar que la situación podría ser peor si no hubiese tenido lugar durante 2022 un crecimiento económico con aumento de la demanda agregada de empleos, tanto formales como informales, así como de programas de asistencia social.
Al respecto, hay que tener en cuenta que en realidad el 39,2% y el 8,1% constituyen el promedio de dos trimestres. En el tercer trimestre de 2022, la pobreza fue del 37,8% y el 7,8% de indigencia, mientras que el 4° trimestre, la pobreza escaló al 40,6% y la indigencia al 8,4%. La dinámica es acelerada en términos de ir produciendo un fenómeno de escalonamiento, de aumento de la pobreza, ahora en un contexto no solo inflacionario, sino también de estancamiento y de caída en la demanda de empleo. No solo hay una pérdida creciente del valor real de las remuneraciones, sino también menores oportunidades económicas y fiscales para que los hogares compensen esta caída con más esfuerzos, labores o con políticas sociales. Por lo mismo, los pronósticos para este primer semestre de 2023 permiten inferir que los niveles de pobreza seguirán por arriba del 40%, con la única esperanza de que los desequilibrios macroeconómicos no estallen, dado que, si no, la pobreza podría superar holgadamente el 50%, replicando la crisis 2001-2002.
Pero ¿quiénes caen en la pobreza? ¿Quiénes son los sectores de la sociedad que sufren esta condición de manera sistemática? Son las clases medias bajas de trabajadores de pequeños emprendimientos, pequeños comerciantes, autónomos no profesionales, que experimentan la imposibilidad de ajustar precios y/o salarios en torno a la inflación, y que, al mismo tiempo, experimentan una caída en su nivel de actividad. Es decir, son sectores de la clase media baja los que han pasado a conformar una nueva capa de nuevos pobres en una sociedad en la que la pobreza crónica ha pasado a ser un fenómeno estructural y persistente. Un proceso que no es nuevo, pero ha pasado a constituirse como el signo más representativo de la sociedad argentina contemporánea: una sociedad polarizada, fragmentada, con muy bajos niveles de cohesión e integración social.
Los actuales datos expresan el fin de un ciclo histórico de fracasos de largo aliento
En ese sentido, los actuales datos de pobreza no solo expresan el fin del ciclo de recuperación pospandemia, sino también –a mi juicio– el fin de un ciclo histórico de fracasos de más largo aliento, fundado este en una “mala praxis” por parte de las dirigencias económicas, sociales y políticas, a ambos lados de la grieta ideológica. Durante los últimos cincuenta años, incluidos nuestros cuarenta años de democracia, cada gobierno ha dejado menores tasas de inversión, productividad, empleos plenos, remuneraciones, y, por lo tanto, un piso más alto de pobreza crónica o estructural, con mayor asistencia social, a los fines de mantener al menos la paz social.
La sociedad argentina acumula varias décadas de políticas fallidas en materia de crecimiento sostenido y distribución del ingreso, es por ello por lo que la economía del país no garantiza un crecimiento estable y prolongado de manera sostenible. Nuestras crisis cíclicas son más recurrentes, profundas y prolongadas que entre nuestros vecinos, y sus repuntes, son menores en cantidad y duración que lo logrado por el resto de los países. Con cada una de las nuevas crisis, aumentan los índices de pobreza, a la vez que, con cada período de recuperación, no se recupera el punto de partida. Asimismo, cabe destacar que las crisis dejan marcas de deterioro productivo, social y político que resultan de difícil contabilización estadística. Sin embargo, el resultado es evidente: ciclo tras ciclo, la sociedad argentina viene acumulando una pobreza estructural, crónica y persistente, con brechas de desigualdad creciente que inhiben el crecimiento y ponen barreras a los acuerdos sociales y políticos.
El problema de la pobreza ha sido y sigue siendo la falta de un crecimiento equilibrado y de una política redistributiva fundada en el desarrollo de capacidades productivas en los sectores más rezagados. Para ello es fundamental, no una lluvia de grandes inversiones, aunque obviamente necesarias, sino la multiplicación de pequeñas, medianas y grandes inversiones fundadas en el ahorro nacional, orientadas a ampliar la dotación de capital tanto productivo como humano y la creación de nuevos puestos de trabajo. Nuestro pobre crecimiento ha estado fundado principalmente en el consumo y no en la inversión. Ese financiamiento de un consumo subsidiado trae aparejados continuos desequilibrios fiscales o ciclos de endeudamiento internos o externos sin capacidades económicas para cubrir tales deudas. Todo lo cual termina derivando en más inflación, inestabilidad monetaria, menor inversión, mayor informalidad laboral y aumento de la pobreza y de la desigualdad social.
* Director del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA (ODSA-UCA). Investigador principal UBA-Conicet.