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Mano dura

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Han pasado veinte años desde que el jurista y politólogo Carlos S. Nino caracterizara a la anomia, es decir la tendencia recurrente al incumplimiento de la ley, como uno de los problemas más graves de Argentina. En un ensayo titulado gráficamente "Un país al margen de la ley", señalaba que la anomia es "boba" porque estos comportamientos, además de irrogar enormes perjuicios sociales, son frustrantes para los mismos agentes que los realizan. El problema, lejos de haberse resuelto, se ha agravado en estos últimos años y, al incorporarse como un comportamiento habitual, ha terminado por recibir la mirada indulgente de los encargados de aplicar la ley, es decir, de los propios jueces.

La prueba más elocuente de la introducción inconsciente y subrepticia del desvalor que significa la aceptación resignada del incumplimiento de la ley lo percibimos cuando inclusive es el periodismo independiente el que titula o califica de petición de "mano dura" lo que simplemente es el reclamo de que se aplique la ley. Si admitimos el uso inadecuado de las palabras, habremos perdido ya la mitad de la batalla. Las palabras pesan, e influyen decisivamente en un inconsciente estructurado como lenguaje. A diferencia del resto de países democráticos, donde las formas antiguas de lucha de los trabajadores, consistentes en huelgas salvajes, tomas de fábricas o invasión de los espacios públicos han dado lugar a otras formas más civilizadas de protesta, en Argentina hemos experimentado un sensible retroceso. Cualquier grupo social que efectúa una demanda a las autoridades se atribuye el derecho a cortar una carretera o invadir una dependencia oficial. Como nadie quiere privarse de usar el heterodoxo método de llamar la atención, se va expandiendo como una plaga al punto que, por ejemplo, en Buenos Aires, se ha interrumpido el tránsito en la Panamericana, una importante vía de comunicación internacional.

Lo primero que debemos señalar es que este tipo de comportamientos deben ser calificados de inequívocamente antisociales, en la medida que perjudican al conjunto social. Forman parte de un conjunto de costumbres perjudiciales largamente arraigadas en nuestra sociedad como el peso de la economía informal, la evasión fiscal, el desorden en el tránsito, el incumplimiento de los horarios o la indiferencia ante la contaminación ambiental. Vistos desde el punto de vista de la economía, estos factores anómicos contribuyen decisivamente al aumento de los costos de las transacciones económicas y a la disminución de la eficiencia productiva del sistema por los retrasos e incumplimientos que implican.

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Desde una perspectiva estrictamente jurídica, la estructura de estos reclamos adopta la forma de una metodología extorsiva, en la que se amenaza o produce un daño sobre personas, en ocasiones ajenas al conflicto, para obtener un resultado. En el código penal suelen estar tipificadas como conductas coactivas y generalmente dan lugar a una sanción penal. Equivalen, a lo que en el lenguaje popular se entiende por tomarse la justicia por propia mano.

Finalmente, si lo consideramos desde una visión democrática, son una clara manifestación de intolerancia. En efecto, en vez de canalizarse el reclamo por las vías formales que permiten el tratamiento adecuado de los conflictos, ponderando todos los intereses legítimos en juego, se adopta una metodología totalitaria, donde una visión parcial y necesariamente limitada se impone como la manifestación de una verdad incontrovertible e inapelable.

El uso de estas metodologías debe ser rechazado en todos los casos sin que puedan ampararse en la legitimidad de los objetivos o fines que esos reclamos persiguen. Argentina es una sociedad en claro e indisimulado descenso, porque es una sociedad cada vez más ineficiente e improductiva. Por consiguiente son cada vez más los sectores que se sienten con derecho a reclamar puesto que su situación ha sufrido un deterioro medido en términos comparativos con el pasado. Pero justamente, el deterioro general puede considerarse como el subproducto natural de la generalización de estas prácticas anómicas.

Como las propias autoridades han legitimado estos comportamientos -al confundir equívocamente la aplicación de la ley con la "criminalización de la protesta social"- desandar el camino no se puede hacer ahora abruptamente, dando palos. Probablemente haría falta una ley que regulara el derecho de manifestación y el derecho de huelga, estableciendo sus límites, como en todas las democracias avanzadas y de forma progresiva, los autores o inductores a los comportamientos ilegales deberían ser sometidos a procesos que culminaran en una primera etapa con sanciones simbólicas más que efectivas. Pero debería quedar bien clara la voluntad política y judicial de poner fin a este tipo de prácticas.

La petición cada vez más consistente de que los reclamos y demandas de los diferentes grupos sociales se canalicen a través de los causes democráticos contemplados en nuestro sistema institucional, nunca debería ser entendido como una demanda de "mano dura". Menos aún puede considerarse como una exigencia que responde a ideologías conservadoras o autoritarias. Es un reclamo absolutamente razonable y legítimo en una sociedad democrática. No hay sociedad posible si las normas jurídicas, que pautan los comportamientos socialmente admitidos por el Parlamento, sede de la voluntad popular, son sistemáticamente desconocidas. La labor de aplicar la ley no puede ser ni dura ni blanda y la distancia de hacerlo o no hacerlo es la misma que separa una sociedad civilizada de otra en la que impera le ley de la jungla.

 

(*) Agencia DYN