Una vez más el economista y filósofo Guy Sorman vuelve a Buenos Aires. Durante más de treinta años enseñó economía y filosofía política en diferentes universidades de Francia, China, Estados Unidos, Rusia, Argentina, y más allá de su imponente currículum Sorman confiesa que la Argentina es, para él, como esas amantes irresistibles e insoportables, a lo que añade que no es un país razonable
—Es por eso –explica entre sonrisas– que tiene tanto encanto y ejerce tanta atracción. Es también por eso que vengo aquí con tanta frecuencia. Es cierto que he comparado a la Argentina con una amante y no con una esposa porque, en principio, las esposas son racionales, organizadas, dispuestas a compartir la vida con sus maridos. En cambio, para mí compartir mi vida con la Argentina resultaría imposible. Por otra parte, creo que también resulta imposible para muchos argentinos porque es un país completamente imprevisible, errático, cambiante, gobernado según el humor de sus dirigentes, sus pasiones y pasando de un extremo al otro. Es un país que se caracteriza esencialmente por su civilización y no por su localización. Creo que es el único país en el mundo que se puede definir por su propio carácter. Y esa metáfora de la amante a la que se ama, se deja de amar, se abandona a los dos días porque nos agota se contrapone con la nostalgia que nos invade cuando a los pocos meses la extrañamos y volvemos siempre a ella.
—Un hechizo fatal.
—Mire, desde hace treinta años conozco la Argentina y observo cómo, en realidad, este país no cambia. Es decir, cambia y no cambia. El país se moderniza, evoluciona, se democratiza o no se democratiza, pero lo cierto es que esta especie de locura instintiva y una determinada incapacidad para asumir la razonabilidad, el gusto por el exceso… bueno, todo esto constituye un atractivo permanente de la Argentina.
—Y según su mirada, ¿cómo salimos, por ejemplo, de los caudillos?
—Creo que el caudillismo es el principal problema de este país y es lo que le impide convertirse en un país normal. Me pregunto si la Argentina sin los caudillos seguiría siendo ella misma. Mi interpretación es un poco diferente. Yo creo que hay dos Argentinas, dos pueblos. Ustedes tienen un pueblo que tiene sus raíces en la tierra: muy nacionalistas, con una mirada hacia el interior y hay otra Argentina cosmopolita, muy vuelta hacia el exterior, más liberal y creo que toda la historia de este país está basada en la relación muy difícil entre estos dos pueblos. Justamente, la solución para superar este conflicto y llegar a una verdadera democracia es la posibilidad de diálogo entre estos dos grupos de ciudadanos. El pueblo que mira hacia fuera y el que pone sus ojos en el interior. Y como este diálogo no está organizado, es el caudillo quien lo organiza diciendo “ya que ustedes no pueden dialogar, yo les impongo mi ley, mi verdad”. Por lo tanto, el caudillismo es la traducción del divorcio entre los dos grupos ciudadanos, que conviven en un mismo territorio.
—¿Usted piensa que, en este momento, lo que nos gobierna es una democracia autoritaria?
—Yo preguntaría si es una democracia.
—Ha sido elegida en elecciones convocadas de acuerdo con la Constitución Nacional.
—Sí, desde ya, pero hay que ponerse de acuerdo acerca de la palabra “democracia”. Una elección no hace una democracia. La definición exacta de una democracia habla de un régimen en el que la ley está por encima del gobierno de turno. El problema de Argentina, pues, es que ustedes tienen elecciones cuya validez no se discute. El problema no está allí. Pero la Argentina del interior ha tomado el poder sobre la Argentina del exterior. La señora Kirchner es la expresión de esa Argentina replegada hacia sí misma en vez de volcarse al mundo. Y esto no basta para definir a una democracia. Una democracia supone otras condiciones: por ejemplo, reitero, que la ley esté por encima del gobierno. Y lo que ocurre en Argentina es que, cuando a los caudillos no les agrada la ley, la cambian o se cambian los jueces. O se hace callar a la prensa. Por lo tanto, esto no es una verdadera democracia. La democracia supone también otra condición que es tener una especie de equilibrio entre el poder y la oposición. En este momento no hay oposición. Y muchas veces les digo a los que no concuerdan con el kirchnerismo que la culpa es de la oposición a la que pregunto, ¿qué hacen ustedes para organizar la Argentina que mira hacia el exterior? Y la respuesta es: nada. Ustedes pasan sus vacaciones fuera del país, invierten allí y, a fuerza de mirar hacia afuera, terminan por entregar el país a aquellos que, por el contrario, han apostado a sus terruños. Por lo tanto estoy acusando a la oposición, que para mí es responsable de esta situación porque forma parte de la Argentina mundializada que ha abandonado a su país en manos, justamente, de esa otra nación desmundializada. Y le digo esto porque lo que resulta hoy muy perturbador es una especie de desmundialización. Es decir, un país cada vez más encerrado sobre sí mismo y que, por este hecho es también cada vez más insignificante en el mapa del mundo.
—En su libro “Diario de un optimista”, usted cita a Lévi-Strauss cuando afirma que sin anteojos, sin teoría, es imposible contemplar el mundo. En este caso usted se ha puesto los anteojos para ver a nuestro país.
—Lévi-Strauss fue el maestro que forjó mi pensamiento. Usted sabe que el mundo es algo complejo y, por lo tanto, para superar esa complejidad es necesario contar con ciertas ideas “a priori”, con una cierta elección filosófica… Y mis elecciones filosóficas son, claramente, la preferencia por la democracia, por el individuo frente a la comunidad. Sin demasiado entusiasmo hacia el nacionalismo ubico a la civilización y a la cultura por encima de la economía y de la política. Esos son entonces mis anteojos. Y a través de ellos miro a la Argentina. Me pregunto si los individuos gozan de libertad, pueden expresarse sin trabas y disfrutan de una vida personal y profesional sin condicionamientos. Si usted quiere puede llamarlo “mirada clásica del liberalismo francés” (se ríe francamente). Cuando estoy en Buenos Aires tengo mucho cuidado con las palabras, porque en cuanto uno usa la palabra “liberal” las cosas se complican porque se le da un significado completamente distinto. Es por eso que decía “liberalismo clásico francés”. Y esto, en última instancia, a través de mis anteojos, es una mirada crítica sobre el mundo a la manera de Montesquieu o Voltaire con su correspondiente dosis de ironía…–hace una pausa–. Mire, si no podemos ironizar acerca de nosotros mismos nos volvemos gente muy aburrida.
—A propósito de miradas, en su libro usted subraya que estamos en un mundo en el que la gente vive mucho más que cincuenta años atrás… ¿Qué va a ocurrir en este mundo repleto de ancianos?
—Si miramos el mundo de cincuenta años atrás, queda claro que ésta es la transformación más importante. Curiosamente nadie se interesa realmente por el tema. Antiguamente la expectativa de vida no pasaba de los cincuenta años y hoy promedia los ochenta. En Argentina el promedio es de 75 años. Estos números plantean un problema económico, ¿quién va a financiar a esta población improductiva? Y por otra parte, ¿cómo se organiza la vida personal de una población muy anciana y dependiente? Yo diría, por ahora, que no solamente no hay solución, sino que no se plantea esta pregunta. Yo he escrito mucho sobre esto y creo que el meollo central es el hecho de que, en esta sociedad, un tercio de la población es anciana y dependiente. Le diré que no conozco ningún proyecto político que tome en consideración a este fenómeno. Salvo Japón… es el único país en donde se está reflexionando acerca del modo de asegurarle a esa población una decorosa autonomía. No olvidemos que Japón tiene la mayor sociedad de consumo.
—También en su último libro usted menciona que Kissinger tuvo una mirada incorrecta sobre China.
—Más allá de observar a un país, también ser un testigo de su tiempo es muy difícil. Por lo menos, yo intento comprender cuál es la época que me ha tocado vivir… Usted usa la palabra “país”. Yo prefiero la palabra “época”. Y le explico por qué: ciertamente uno ama a su país, pero pertenece aún más a su propio tiempo. En general, la gente define su identidad a través de su país. La identidad es justamente la época que nos ha tocado. Usted “es”, nosotros “somos” los hijos de nuestra época.
—Usted llamaría a este siglo un siglo “asiático”?
—No somos hijos de un siglo “asiático”, sino que pertenecemos a un siglo que, profundamente, sigue siendo occidental.
—¿Por qué?
—Bueno, quiérase o no, Occidente considera que sus virtudes y principios son universales. Por lo tanto, seguimos creyendo en nuestros propios principios y seguimos exportándolos hacia otros países. Y tenemos razón. Aparentemente los pueblos asiáticos desean adoptar nuestros principios. Cuando voy a China veo que los chinos piden democracia. Cuando viajo al mundo árabe, escucho pedidos de libertad. Por lo tanto, he podido constatar que somos los únicos proveedores de valores universales… Por ejemplo, fíjese en los chinos con su antiquísima civilización… En ningún momento piensan en exportarla. No nos piden, ni a usted ni a mí, que nos convirtamos en chinos mientras que, de alguna manera, nosotros les estamos pidiendo que se transformen en occidentales. Por lo tanto, esta época sigue siendo occidental.
—¿Hay mucha fuga de cerebros de Asia hacia Occidente?
— Ha disminuido. Y es porque China se desarrolla. Le diría que sobre cien mil estudiantes chinos, que van cada año a estudiar a los Estados Unidos, unos cincuenta mil vuelven a China. Hace diez años se quedaban todos en los Estados Unidos. Al haber un mayor equilibrio, la fuga de materia gris es menos espectacular ya que hoy hay más posibilidades en China de lo que veíamos diez o veinte años atrás.
—He leído que usted es una especie de consejero del gobierno de Corea del Sur. ¿Es así?
—(Sorman ríe con humor) “Era” así hasta hace 15 días; Corea del Sur es un país en el que estoy muy presente.
—¿Porque leen sus libros?
—Han tenido, en efecto, la gentileza de leerlos, pero además porque Corea del Sur ha logrado encarar de frente la democratización y la economía con resultados muy superiores a los de China porque son, en Asia, una gran civilización desconocida. Cuando lo descubrí me apasionó. Los quiero mucho y ellos me quieren y he sido el consejero de varios presidentes en mandatos sucesivos. La nueva presidenta acaba de ser elegida y aún no ha requerido mis servicios. Quizás prescinda de ellos, pero yo seguiré estando junto a este país.
—¿Tienen también fuga de cerebros?
—Muy poca. Van en masa a formarse a los Estados Unidos aun cuando el grupo más importante está constituido por los chinos. Aparecen allí en segundo lugar, muy por encima de los japoneses. Pero los coreanos del sur vuelven generalmente a su hogar porque su país tiene una de las economías más brillantes del continente asiático, donde hay una absoluta libertad de expresión, la democracia está muy presente y gozan de una cultura de una notable vitalidad mientras que, en China, ha sido prácticamente aplastada.
—Tras la caída de Lehman Brothers, en 2008, usted se mostró particularmente duro con el presidente Bush.
—Yo no juzgo… nunca lo hago. En cambio, analizo, lo que es muy diferente. Pienso que George Bush cometió un grave error. Que fue manipulado por los grandes emporios de Wall Street y que la crisis hubiera sido menos profunda si hubiera abandonado a los bancos a su suerte en vez de evitar su quiebra. Los bancos son empresas como las demás y yo creo que fue un error privilegiarlos, salvarlos, cuando los bancos habían sido mal gerenciados. Para mí, en economía, no hay dos leyes: una para los banqueros y, otra, para los vendedores de autos. La ley debe ser pareja para todas las empresas y los bancos deben correr los mismos riesgos que las demás.
—¿Cómo ve a Obama?
—Bueno, la crisis terminó pero, curiosamente, Obama ha sido también manipulado por los lobbies de Wall Street. Son enormemente poderosos. Es el límite de la democracia americana y marcan el rumbo.
—Un rumbo absolutamente diferente de aquel que conocimos de jóvenes y que hoy está dominado por Microsoft, las computadoras, los iPods, etc.
—Yo nací en un mundo en el que no había calefacción central ni antibióticos ni televisión. No solamente no había celulares sino que, en mi casa, ni siquiera teníamos un teléfono fijo. A partir del año 1985 hemos visto tales transformaciones que nos parece que ya estamos en el límite. Sin embargo, vamos cada vez más lejos. Nunca pensé que, en vida, iba a presenciar una segunda revolución tecnológica cuyas virtudes (lo confieso francamente) me parecen extraordinariamente positivas. En instantes, nos comunicamos con cualquier punto del planeta y esto me parece maravilloso. La enseñanza que me deja es que vamos rumbo a conocer una tercera revolución técnica en los próximos años. Esto es inevitable y tenemos la tendencia a subestimar nuestra capacidad de innovación cuando, en realidad, lo que ocurre es que justamente la innovación se acelera a través de millones de personas que, en el mundo, están investigando. Y así podrán encontrar lo que buscan. Es un cálculo matemático.
—¿Y esto hará al hombre más feliz?
—No se puede medir la felicidad. Creo que el hombre es más libre pero, le repito, tampoco se puede medir la felicidad. Por ello internet, la web, etc., aumentan nuestra libertad tanto individual como colectiva. Si hoy los egipcios alcanzan la libertad de expresión y de información será gracias a la web. No se puede medir la libertad. Ni cuantificarla.
—Por ejemplo, ¿es posible salir de la pobreza?
—No solamente hay soluciones, sino que las conocemos. También ésta es una revolución que tenemos la suerte de presenciar. Cuando era estudiante en los años 60 me explicaban que la India era el continente de la hambruna; que China estaba destinada a la pobreza; que Africa no se desarrollaría nunca y, en cambio, a partir de los años 80 hemos visto que esos países muestran tasas de crecimiento del 10%. Y hoy se considera que cada año tenemos, en el planeta Tierra, aproximadamente cien millones de personas que salen de la pobreza. ¿Por qué? Pues porque se sabe que el motivo de la pobreza no es la escasez de recursos naturales, sino la organización de los Estados. Por ejemplo, si tomamos el ejemplo de la India, el mismo Estado que he conocido en medio de una miseria total en 1991 con cero crecimiento comienza un cambio político total, con un crecimiento del 7%, políticas socialistas y un crecimiento (en treinta años) de una clase media india de 400 millones de personas. Lo mismo ha ocurrido en China. Ya no se plantea el tema de la pobreza. Técnicamente ya se sabe lo que hay que hacer para salir de ella. No es una receta de cocina, pero si se conoce la fórmula se sabrá que es posible salir de la pobreza a condición de permanecer en un cuadro legal con un Estado razonable y estatal que hace posible que los pueblos salgan de la indigencia o permanezcan en ella.