La milanesa napolitana, la pizza con fainá y el vermú con ingredientes deberán esperar otro turno para convertirse en patrimonio cultural de la Ciudad de Buenos Aires, es decir, para que su ingesta pase a ser equivalente a comerse un Berni o un Pettoruti. Debido a la sorna con que fue tomado el proyecto de la legisladora porteña Inés Urdapilleta (una kirchnerista que nada que ver con Urdapilleta-Tortonese), sus colegas decidieron que el proyecto quede en un cajón hasta el año que viene.
Pero los amantes de la gastronomía nac&pop no deberían desesperar, al menos todavía. En mesa de entradas del Honorable Congreso de la Nación ya fue radicado el expediente 7252-D-2006, que, con el número de trámite parlamentario 187, propone que todos los primeros domingos de todos los octubres se celebre en todo el país el Día Nacional de la Parrilla. El proyecto, impulsado por el diputado neokirchnerista Mariano Federico West (quien como su nombre lo indica es oriundo de Moreno, donde fue intendente) se basa en que “nuestra tradición asadora debe ser protegida y promocionada a nivel nacional como una forma de rescatar la cultura y las costumbres de nuestro país” y en que “la difusión de estos valores reafirma nuestra identidad nacional”, por lo cual “debemos posicionar a la parrilla como experiencia de placer y de alta gastronomía, que valorice los elementos característicos del territorio nacional, respete la biodiversidad y la naturaleza y exalte el origen y la tipicidad de productos de nuestro país como la carne y el vino”. ¡Salud, West!
Por lo visto, al oficialismo lo ha asaltado cierta obsesividad por el valor de lo que comemos. Y seguro que tienen todo el derecho a hacerlo, ya que, humanos al fin y con las fiestas tan encima, deben estar desesperados como cualquiera por evitar lo inevitable: el vitel toné de la tía Beba, la lengua a la vinagreta del tío Tomás o el pionono primavera de la abuela Rosa, menú obligado de las mesas navideñas. O tal vez lo hagan para pasar por alto otras cosas aún menos agradables que, según ellos mismo confiesan, se andan comiendo por estos días.
Aníbal Fernández, por ejemplo, expresó así hasta qué punto se quedó con hambre de gobernador tras la designación presidencial de Daniel Scioli para la provincia: “Lo que hacemos los cuadros políticos es tragar sapos si fuera necesario, morder el freno y seguir trabajando como siempre”. Y no está solo en la rasposa sensación. Basta darse una vueltita por el propio Congreso para comprobar que eso, tragar sapos, parece ser el menú de moda en la cumbre del poder. Carlos Kunkel o Dante Dovena, dos espadas K de la primera hora, andan pregonando que hay que tragarse el sapo motonáutico, porque como decía el izquierdista brasileño Lionel Brizola, “la política es el arte de tragar sapos”.
Y esta es la época ideal para ello: la de tejer alianzas para las presidenciales del año próximo. Los impulsores de la candidatura de Roberto Lavagna también se tragan el sapo del apoyo de Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde, aunque sólo ruegan no hacerlo en público.
Tal vez convencidos del viejo mito de que la piel del feo batracio posee valores afrodisíacos (y sin saber que están probados sus efectos alucinógenos, bien explotados por las brujas medievales en sus pócimas), los políticos suelen confesar que “tragan sapos” como expresión de un crudo pragmatismo.
En El Gatopardo, la magnífica novela de Tomasi di Lampedusa, el príncipe Fabrizio de Salina (su protagonista, que en el cine interpretó Burt Lancaster), decide “tragarse algunos sapos” en su lucha por salir bien parado dentro de la Italia dividida entre garibaldinos y partidarios del rey Vittorio Emanuele II. ¿Para qué se los traga? La idea madre la verbaliza su despreciable sobrino Tancredi (en el cine, Alain Delon, dirigido por Luchino Visconti): “Que todo cambie para que no cambie nada”. ¿Les suena?
El menú 2007 está servido. Cuando los armadores políticos hagan la digestión, seguro que los horribles sapos serán, en sus discursos de campaña, exquisitas ranas a la provenzal.