Si la vieja discusión de si la economía es o no una ciencia tan rigurosa como las naturales o las exactas parece quedar opacada por obsesión por atribuir a los números una influencia sobre las personas y las cosas. Esto hace que muchas veces los funcionarios enfoquen sus energías creativas en controlar, disuadir, explicar lo azaroso e intentar nuevos artilugios para hacer coincidir la realidad proyectada con la percibida por la población. Atenerse voluntariamente a la dictadura de las estadísticas es sólo el paso previo a la tentación de modificar el instrumento que mide antes que las causas que producen el efecto.
La semana pasada desnudó como pocas veces esa ambivalencia de la sumisión a los números con la desconfianza de aquellos que se escapan de cauce. Mientras el atribulado INDEC anunciaba a los cuatro vientos que la pobreza había bajado a niveles pre-crisis, las apuestas acerca del precio que recogerían los disciplinados data-entry de los relevamientos en la carne y en la semana fatídica del filet de merluza, concentraban la atención de los planificadores oficiales: que si contabilizaban lo que vendían los supermercados o el carnicero de la esquina; que si tenía espinas, con o sin rebozar. Esa es la cuestión.
Como un carrilero bilardista, jugador incansable de toda la cancha, el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, sabe que juega su propia autoridad, en la capacidad de producir los efectos para lo que fue contratado por su jefe político.
El take-over del INDEC, justamente, lo puso en una situación más vulnerable, pero en el grupo selecto de empresas que mantienen diálogos animados con el funcionario, no creen que habrá cambios sustanciales hasta las elecciones. Pero ese mismo afán en lograr resultados de corto plazo (o sea un IPC menor a lo sospechado por cualquier ama de casa) también llevó a desconfiar cuando los augurios son favorables, especialmente en tres campos que arrojan cifras positivas: el empleo, la pobreza y el crecimiento del PBI.
La economía, que mostró en 2006 un tirón de casi 9% ya muestra los signos de desaceleración que fueron largamente anunciados por los analistas. Quizás con cierta demora, en parte porque las advertencias de “enfriar” la economía fueron recibidas como herejías en Casa de Gobierno. La otra carta fuerte que mostró la administración K fue la de la baja del desempleo a un dígito: 8,7% para el 4º trimestre del 2006, aunque todavía sin el inflador de los planes sociales que maquillaron la catástrofe ocupacional del 2002.
Por último, esta semana el anuncio triunfalista que e índice de pobreza había perforado el piso del 20% para el último semestre del año anterior (19,3% de los hogares y 26,9% de las personas) y el de indigencia se ubicaba en el registro más bajo de los últimos años: 6,3% y 8,7% respectivamente.
Sin embargo, la película sería una bélica clase B si sólo se viera la última batalla: desde el subsuelo de la crisis de la post-convertibilidad. Recién ahora, los indicadores de pobreza son similares a la situación luego del efecto Tequila, en 1996. Casi la mitad de la población está, todavía está en una situación de informalidad laboral.
A la vez, si medimos desde diciembre de 2001, los ingresos de los trabajadores formales fueron superiores en más de 36% al crecimiento del IPC, contra una merma de casi el 30% para el caso de los trabajadores informales y una baja del 40% en el caso de los indigentes y beneficiarios de planes sociales.
¿Por qué se da esta dualidad tan marcada? El economista Agustín Salvia, responsable del Observatorio de la Deuda Social Argentina(1), de la UCA, interpreta en la nueva edición del Barómetro de ese instituto que lo que mejoró los indicadores de pobreza e indigencia no fueron los ingresos superiores sino la cantidad de empleo, aún de baja calidad, que se fue generando desde el 2002. Sin embargo sigue habiendo casi un 10% de la población que está fuera del mercado laboral, y no por falta de demanda o por sueldos rígidos. Son las estadísticas que arrastran décadas de inoperancia social y preocupaciones cortoplacistas.