Si solo fuera cuestión de cacerolazos oligárquicos, de una manifestación burda de algunas docenas de porteños de clase media alta tan poco patrióticos que prefieren el dólar yanqui al peso nacional, como nos aseguran los emotivamente comprometidos con lo que a pesar de todo aún toman por un “proyecto” progresista, Cristina y sus soldados no tendrían demasiados motivos para preocuparse, pero mal que les pese se trata de algo que es mucho más ominoso.
Aproximadamente veinte mil personas ya han participado de los cacerolazos que se han celebrado tanto en la Ciudad de Buenos Aires como en distintas ciudades del interior del país; si el Gobierno persiste en llamar la atención al desprecio que sienten sus integrantes por quienes no comparten sus puntos de vista, pronto podrían hacerlo cien mil o más, tal vez muchas más. En tal caso, el país, que no cuenta con las estructuras institucionales firmes que le permitirían minimizar los riesgos planteados por los problemas sociales y económicos que se avecinan con rapidez desconcertante, se precipitaría en una crisis política peligrosa.