POLITICA
gestión de consensos

Qué tipo de gobierno preferís

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Consenso sí, pero cómo. Quienes gobiernan no todos entienden igual qué significa acordar. | NA

Creí muchas veces que consenso es paz. Al menos, un arreglo institucional para que un acuerdo (casi siempre con vocación de mayoría) garantice la convivencia democrática. Esa garantía se necesita frente a contrafuerzas y potencialidades que sólo pretenden división de intereses cuando éstas sólo se encaminan a potenciar creencias divergentes (que pueden ser legítimas las más de las veces) y transformarlas en actos de desestabilización o bloqueo. En síntesis, lo de Edgard Shils, una versión discreta del consenso como un estado de ausencia de disensos inestabilizadores.

Buscar –entiéndase gestionar– el consenso es un proceso. No es fácil llegar a él y, de lograrlo, nunca llega de una vez y para siempre. Debiera contribuir con varios cometidos. Pensemos algunos descollantes: con las funciones de sostén del orden público; con la disminución de las probabilidades del uso de la violencia en la resolución de los desacuerdos; con el aumento de la cooperación no impulsada por el miedo al poder coercitivo del más fuerte; también pudiera contribuir a limitar la intensidad emocional que se expresa en discrepancias y rigideces de la adhesión a los objetivos acerca de los cuales hay desacuerdo; y una acción de corte cultural, como impulsar la creación de una actitud favorable a la aceptación de medios pacíficos entre los que tienen cierto sentido de afinidad o identidad mutuas.

Bien. Pero aquí viene un problema fenomenal. Perturbador, diría. Y es que no todos entienden igual al consenso, empezando por los gobernantes. De hecho, esos cometidos recién esgrimidos pueden ser ciencia ficción para quienes tienen el poder de decidir. Y ello permitiría plantear tres tipos de gobiernos, al menos, considerando cómo gestionan el consenso.

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Gobiernos de conflictos todos los días.  ¿Su dinámica? Generar conflictos “controlados”. Muchos y de modo constante. El conflicto es entendido como generador de divisiones o fracturas sociales calculadas con el fin legitimante de separar visiones ideológicas enfrentadas. Esto presupone alguna merma del caudal propio de consenso, pero intentando afirmarlo sólidamente contraponiéndolo a un sector con el cual se marca una diferencia explícita (mermando también la ampliación o el potencial caudal de consenso del otro).

Desde esta perspectiva, el consenso como conflicto no sólo no daña (al menos en potencia para quién gobierna así), sino que es generador y portador de identidad. Desde el conflicto se puja contra quien piensa opuesto y es desde el conflicto que lo contrario se visibiliza.

Esas estrategias gubernamentales tienen un considerable éxito (si se mide a éste en términos de eficacia electoral) y permitieron que muchos gobiernos fuesen reelectos. Pero el costo es que se producen fuertes radicalizaciones de un lado y del otro, aunque quien lo utiliza presupone que la radicalización –vía el conflicto– es asimétrica a favor de quién gobierna.

Los disensos no son entendidos como algo que hay que tratar de gestionar para desactivar y evitar daños, sino que, precisamente, en su activación radica el consenso. En este modo, gestionar el consenso es crear sostenidamente disensos. O gestionar el disenso es activar más disensos todavía.

Siempre genera una sensación de inestabilidad, discusión y posturas antagonistas cada vez fuertes, más intensas, pero que no necesariamente alientan un trasvase de votos, es decir, que se crucen de un lado a otro los partidarios de una u otra postura. Si la división social que alientan favorece asimétricamente a que existan más partidarios que opositores, se produce entonces un “conflicto controlado”.

Pero siempre es bueno rescatar el pensamiento de Murray Edelman cuando ensayaba que, en algunas circunstancias, el problema no es que haya ausencia de política, sino que haya demasiada política, en referencia al espectáculo político construido por los pocos verdaderamente interesados que, en cierto momento, pelean más por sus caprichos o pujas sectoriales dejando de considerar intereses generales. Entonces, esta dinámica produce un verdadero efecto hastío. Estos consensos sirven, funcionan, pero terminan hastiando en el largo plazo y ya no sólo crea debates sobre las políticas sino sobre sus formas. Vale recordar el fin del gobierno kirchnerista en 2015.

Gobiernos como “espejos partidarios”. ¿Su dinámica? Devolver a los propios. Devolver políticas públicas para los propios. Conciben a la representación como un acto de fidelidad partidaria o de fidelidad hacia el votante. El consenso pasa a ser un reflejo de perfecta simetría de las cosas que gustan y desea el núcleo duro de adherentes. “Quiero empezar agradeciendo a los 50 millones que me votaron el último 30 de octubre”, dijo Jair Bolsonaro no reconociendo su derrota en su intento de reelección en Brasil, emulando de uno u otro modo a la actuación de Donald Trump cuando era derrotado en EE.UU.

Para estos gobernantes, el principio y fin es gobernar para quienes los votaron. Su rendición de cuenta de políticas se centra en las demandas de sus propios votantes.

En cierto sentido, pasan a ser gobiernos estigmatizantes que contienen a un “nosotros” y desprecian, ignoran, o humillan al “ellos/as”. Es evidente que la comunicación no resuelve las carencias, pero tiene un poder simbólico para acercar a gobernantes y gobernados, para incluir antes que excluir. En estos casos no, porque el consenso comunicado es sinónimo de división. Su discursividad es esencialmente excluyente.

Este consenso (y no termino de concebir si efectivamente lo es), es peligroso, estigmatizante, estereotipante, discriminante. Son gobiernos decididos a negar, a no escuchar y capaces de herir cotidianamente a minorías –y no tanto– por diferencias de género, de profesiones, de regiones, de barrios y, obviamente, de ideología.

Gobiernos que “fluyen” ¿Su dinámica? Ser conservador en los modos y en los fines. Fluir pasa a ser un sinónimo de no afectar un status quo y priorizar inercias. Aún con apoyo en la opinión pública, muchos gobiernos definen un modo conservador de consenso. Para ser más preciso, inercial. No transforman, no mueven, e incluso cooptan a instituciones del poder, o son socios de ellas –o cómplices–. Hablo de poderes por doquier (judicial, mediático, corporativo). Entonces nunca tienen bloqueos porque nada transforman. Estos gobiernos, sobre todo se dejan ver en la escala subnacional, vale decir, gobiernos provinciales. Perduran porque no hacen olas. Fluyen porque a alguien le sirve así.

Consenso es una palabra comodín en política. Cómo se entiende al consenso es otra cosa, algo que no se le pregunta tempranamente a los y las líderes. Más bien hacemos una evaluación una vez que llegan al poder cuando vemos consensos vía la generación de conflictos todos los días, consensos como espejos de sus fieles o consensos de quienes gobiernan sin hacer olas, cambiando nada. ¿Qué tipo de gobierno preferís?

*Director de la Maestría en Comunicación Política de la Universidad Austral. Presidente de Alice (Asociación Latinoamericana de Investigadores en Campañas Electorales).