A 25 años de nuestra democracia, una especie de conjuro inicial para muchos gobiernos de facto de la región, el camino aún está por hacerse “y se hace al andar”, parafraseando a Machado. América latina es, formalmente, democrática. En otros términos, se ha logrado afianzar la República, a través de la división de poderes, las elecciones periódicas y el Estado de Derecho.
Han desaparecido los riesgos de golpes militares, aunque han surgido otros, como el narcotráfico, “con sus secuelas de poder paralelo, violencia, corrupción y destrucción de la economía formal”. También resulta evidente la disminución de la capacidad de decisión autónoma y el debilitamiento de los partidos políticos.
De ahí que “un primer desafío de la democracia latinoamericana es encontrar soluciones políticas a sus problemas políticos.” Hay que buscar nuevas maneras de canalizar la participación, y la construcción de acuerdos políticos, en el marco de una situación caracterizada por una creciente “globalización de las influencias” y una “transnacionalización de los problemas”.
Asimismo, América latina debería encarar si es posible en común la tarea de desarrollar la capacidad de decidir su propio destino. ¿Pero cómo adquirir la fortaleza necesaria? En cada uno de nuestros países es necesario concretar una auténtica cohesión nacional.
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