Se lo ve cómodo y hasta reconfortado con la velada. Ha sentado a su mesa a un pequeño grupo de personas que quiere, admira o al menos respeta. Le consta que no lo traicionaremos y entonces la noche discurrirá con frontalidad, en un armónico pentagrama, pero sin medias tintas ni eufemismos.
Él invita. Se beberán, pues, buenos vinos. Mordisquearemos finos bocados.
Hay en su mirada un rictus curioso que parece hamacarse entre la sonrisa sencilla y la mueca hosca, en un claroscuro intrigante. Me pregunta cómo están las cosas, pero ya conoce la respuesta.
Es un empresario muy importante. Sabe que dispone de recursos culturales y mirada estratégica, la suya, muy superiores a los del común de sus colegas. Pero tal vez el confort con el que está instalado en el mundo no alcanza a borrar su lucidez. Lo agobia que en su ámbito proliferen obsecuentes, mediocres, cobardes y aterrados: sólo quieren seguir facturando y desisten de hacer preguntas que incomodan.
Conoce la palabra burguesía y sabe de sus entresijos, tanto nativos como multinacionales. Tiene la profunda convicción de que en la Argentina ese sector vive hoy en una situación bastante excepcional, satisfecho por el dinámico crecimiento de la economía, pero con pánico y disgusto ante los modos y muchas de las ideas motrices de la política oficial.
La disciplina que hoy domina el ámbito de los negocios, tal como él la relata, impresiona. Mi anfitrión ensaya su mirada ambivalente y no sé si será superioridad o miedo lo que hay en sus ojos cuando murmura: “Usan la estrategia del rebencazo”.
¿El rebencazo? ¿Qué sería? Mi pregunta es legítima. No sé de qué habla, pero barrunto enseguida un sentido. “Pegan cuando algo no les gusta, ¿no?”
Me rectifica: primero pegan, no; pega. Él es el que pega. Nadie más. Moreno no existe. Moreno es él.
Cuando dice “él” mira hacia arriba, pero no lo nombra.
¿Y el rebencazo qué es? ¿Un castigo, no es cierto? Me vuelvo a equivocar. No necesariamente, me responde el empresario. A menudo te pega para que no te olvides de que existe. Entonces, de pronto, sin que uno haya dicho nada, sin que te hayan filmado almorzando con Lavagna o te hayan descubierto auspiciando el programa de un periodista mal visto por el Gobierno, aunque nada de eso esté sucediendo, ¡zas!, el rebencazo. Para que no te olvides de que están y que es negocio ser obediente.
Los vientos cambiaron y la Argentina encaró un camino de indudable crecimiento, sobre todo después de las elecciones de octubre de 2005. Un código tácito pero implacable domina las reacciones y los procedimientos de la clase propietaria: obediencia, disciplina, silencio, complacencia, no hacer olas.
Es impresionante, confiesa el empresario: ahora es casi obligatorio hacer los negocios a los que te convidan. Una negativa la toman como un acto de guerra. ¿Cómo te atrevés? ¿Sabés cómo los llaman? Ahora la mirada no es taciturna. En sus ojos brilla la malicia implacable. Los llaman “celular”: primero, hay que poner el 15. No me río. Ahora se me pone el sol desde adentro, así que seré ingenuo adrede: ¿quince por el porcentaje de las coimas, no?
Pero esta burguesía no hablará por el momento. Tironeada entre la resplandeciente cifra de negocios y la obediencia militante a la consigna del silencio, elige ese capitalismo rutilante y rotundo, pero ajeno a la democracia republicana. ¿No fue acaso lo que ya sucedió en los años noventa?
Que haya miedo en los empresarios es una constatación tenebrosa. Ellos suelen tener el privilegio de la autonomía a la hora de darle sustento al lujo de la propia libertad.
Dueños de recursos que en teoría los independizan del vasallaje al poder político, deberían poder manejarse con audacia y versatilidad, retribuirle al país con aportes institucionales la racha de buenas noticias macroeconómicas. Podrían, sí, pero no lo hacen, y es difícil que la mayoría de ellos al menos lo intente.
Una planta exótica ha nacido en la Argentina. En varios puntos, recuerda a las especies que gozan de buena salud en Rusia y en China. Negocios (caja) y verticalidad (poder) son sus ejes organizadores.
Encaramado en un no-lugar ideológico, el Gobierno tiene, entre sus muchas ventajas, la de combinar un chirriante pragmatismo con una aceitada y pragmática percepción de los rasgos más notorios de la condición humana. Uno de ellos es la imbatible supremacía de las ventajas materiales.
Pero, aunque sea, ¿hay acaso en los medios empresarios una intuición de que tanta practicidad sin escrúpulos puede terminar propiciando más daño que beneficio al capitalismo?
El anfitrión ensaya su rictus enigmático y se prepara para dar cuenta de un promisorio sorbet de frambuesa, no sin antes derramar una vitriólica conclusión sobre el deficitario género de los empresarios que actúan en el país.
Define sin piedad: tienen más miedo del necesario, se cuidan mucho más de lo que les conviene, obedecen mucho más de lo que nadie se anima a exigirles. En resumidas cuentas, su conducta es astuta en el corto plazo, pero necia en el largo. No configuran un orden de cosas que favorezca el sueño capitalista de burguesías en ascenso; antes bien, en su denodado esfuerzo por mantener en vigencia conductas corporativas, propician o toleran normas feudales.
En otras condiciones históricas, la situación se podría haber estructurado de manera diferente. Una burguesía dinámica y segura de sí misma debería haberles cerrado el camino a los arrebatos violentos de las patotas que ahora aprietan a las empresas agrediendo a los medios de producción o usando el transporte como ariete al servicio de ciertas insaciables corporaciones gremiales, específicamente los camioneros.
Pero, tal vez agarrotados de miedo o especulando con que pueden comprar protección, se callan, conceden, obvian.
Así, aceptan que se apruebe una ley ad hoc para afrontar el problema del impuesto a las Ganancias aplicable a los salarios de los petroleros patagónicos. Esa ley perpetra un golpe mortal al principio constitucional de igualdad tributaria. Hay, pues, una ley “para” los petroleros, mandoble brutal contra el principio de igualdad ante la ley.
Hora del ristretto y los tés herbales para mujeres café-fóbicas. Placentera sensación de plenitud gastronómica. Una inquietud final: ¿rebencazos? ¿Ellos dan rebencazos?
El empresario juega con las llaves de su auto en medio de la noche tibia, y conjetura: “A ver: existen esos golpes de látigo, claro, pero lo realmente imponente es la voluntad de complacer a sus domadores que tienen mis colegas. ¿Conocés la película Síndrome de Estocolmo? Sí, claro, respondo, esa donde el secuestrado se enamoraba de su secuestrador, ¿no?