Los diarios de todo el mundo lo llaman “el visionario”, “el genio”, “el hombre que inventó nuestro mundo”. “Adiós a Jobs, un revolucionario”. Es extraño ver la palabra “revolución” aislada por completo de la idea de violencia.
Extraño pero completamente cierto: desde hace ya un par de décadas la revolución tecnológica ha pasado por encima de la filosofía y la política. Unos chicos en un garaje de Sillicon Valley dejaron obsoleto a Marx. La filosofía y la política buscan, desesperadas, definiciones para realidades tecnológicas que ya suceden. Nadie hubiera pensado que el derecho de propiedad iba a ser puesto en jaque por las redes “peer to peer” desde una pregunta ingenua: –¿Por qué no prestarnos la música que otro compró? –¿De quién es la cultura, y por qué no podemos tener acceso libre a la información? – preguntó otro.
La aparición de la cloud (el sistema de “nube” que permitirá acceder a toda la música por un abono; acceder, pero no “bajarla”) redefine el concepto de posesión: poseo lo que uso, lo poseo mientras lo uso. –¿Por qué solo las academias deben ser las dueñas de las enciclopedias? La consolidación de la cultura “wiki” muestra que una enciclopedia mundial puede ser actualizada por cientos de miles de colaboradores anónimos.
No ha habido, desde la aparición de la imprenta, un avance tecnológico más democratizador que internet en la historia de la humanidad. Y recién estamos en la infancia de internet, que irrumpió en su etapa más popular con la interfaz Windows 95: hace diez minutos. Uno de sus pioneros murió anteayer: no era un general, no tenía un ejército a su disposición, no invadió territorio alguno, no se mantuvo décadas en el poder ni pisoteó derechos ajenos. Inventó gran parte de un idioma mundial, se animó a pensar de otro modo.
(*) Columnista de Libre.