“Yo ahora me tengo que ir a almorzar”, le contestó el funcionario. El cineasta enojado se desparramó sobre un sillón, puso sus pies sobre el escritorio y sacó de su mochila un sándwich de queso. “Yo también voy a comer, andá tranquilo”, le dijo desafiante.
Cuando Manuel Antín volvió del almuerzo, el cineasta seguía en su despacho. Pero después de un rato, Alejandro Agresti se cansó y se retiró del lugar. El joven artista quería un subsidio para hacer su primer largometraje, que al final consiguió al cumplir con todos los requisitos.
Esta anécdota de 1984 ilustra la importancia que desde siempre tienen los fondos públicos para quienes se dedican al cine en la Argentina, fondos que representan hoy unos 65 millones de pesos al año. El problema es que el manejo de esos fondos se encuentra ahora bajo sospecha como nunca antes.
La polémica explotó en noviembre del año pasado, cuando apareció una denuncia judicial que sacudió al mundillo del cine local. La presentación revelaba supuestas irregularidades en el otorgamiento de los subsidios, que incluían desde fondos para documentales que nunca se terminaron hasta arbitrariedades en su asignación e incumplimientos en los aportes a organismos civiles.
El escándalo trepó rápidamente y derivó tres meses más tarde en la renuncia de Jorge Alvarez a su cargo de director del INCAA, días después de que la Justicia le pidiera al Instituto toda la documentación sobre los subsidios cuestionados.
El alboroto fue tan grande que lo primero que hizo la nueva titular del INCAA, Liliana Mazure, fue publicar en Internet el listado de personas que habían recibido fondos del organismo.
La denuncia judicial se presentó de manera anónima y apunta contra una serie de subsidios que fueron entregados a un mismo productor, Pablo Rovito. “No voy a hacer comentarios hasta que la causa se cierre”, respondió cuando fue contactado por Perfil.
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