POLITICA
Opinin

Una niña peronista, de Ezeiza a San Vicente

Treinta y tres años de historia argentina incorregible.

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De haber estado allí, en el traslado del cuerpo del General Perón, hubiese llorado igual que mi madre, cuando se subía, mínima con 17 años, a la mesa del aula de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional de Rosario, y agitaba: “¡Evita vive en nuestro corazones, compañeros!”. O como mi padre cuando pedía a gritos dar “la vida por Perón”.

La liturgia peronista me emociona, no porque yo sea peronista, porque de hecho no lo soy, pero si lo fui en mi infancia. Si hoy me cantan la marchita a mí se me pianta un lagrimón, y esto no es por convicción partidaria, sino porque Perón y el movimiento, como para muchos, traen un relato y una música de los mejores años: la niñez.

Yo no perdía oportunidad de niña–el comienzo de clases en un nuevo colegio o cuando me presentaban amiguitos–, para reafirmar mi identidad: “Hola, mi nombre es María Fernanda, tengo ocho años y soy peronista”. Y para demostrar mi elección partidaria, que me había sido legada desde que yo era un simple espermatozoide, el de mi padre, en plan de conquista de un óvulo, el de mi madre, proporcionaba mayor información: “Mi padrino es el General Juan Domingo Perón y mi madrina, Isabel Martínez de Perón”.

Si, es así, recibí el bautismo de muy bebé, en un acto colectivo, donde cien niños, futuros militantes de la jotapé, dejamos en un instante de ser pecadores originarios y pasamos a ser pecadores originales. Al menos yo, que siempre me las arreglé bastante bien para pecar evitando que hasta Dios se enterase de las mentiras piadosas y las no tanto, también.

En dicho bautismo o acontecimiento político fuimos apadrinados por el General y su insulsa esposa, que no asistieron pero prestaron su consentimiento por escrito, y eso bastó. Ya se ha hablado tanto del pragmatismo peronista que no cabe agregar aquí una sola línea sobre la practicidad del movimiento a la hora de actuar. Por esos tiempos Isabelita seguro ya estaría poseída por los espíritus convocados por López Rega, pero en ese entonces, de esto no me daba cuenta.

Yo era una niña peronista hecha y derecha, un cuadro político pediátrico que asistía a cuanta marcha se organizaba, tarareando “aquí están, éstos son, los borregos de Perón”. Al regreso de Perón a Ezeiza fui dentro de la panza de mi mamá, recuerdo todo lo que trabajamos para su llegada, cómo organizamos los colectivos cargados de compañeros y compañeras y las expectativas con las que partimos desde Rosario hacia Capital Federal.

También recuerdo cómo corrimos. Lamentable fue el hecho de haberme perdido el histórico acto donde Perón les dijo a los Montoneros en la Plaza de Mayo que eran unos “imberbes”; es que sólo tenía un año y por ese entonces sufría de cólicos, atinadamente mi madre me dejó bajo el cuidado de una compañera.

Andaba por los barrios, adoctrinando a los “gorilas” y participando de actividades con otros niños tan peronistas como yo. Como no existían peloteros, jugábamos en los centros de salud y en las unidades básicas donde militaban nuestros padres y, por supuesto, cantábamos la marchita mientras saltábamos sobre la Rayuela. De noche leía “La razón de mi vida”, donde me enteré de todo lo que Perón había hecho por los más pobres. En Semana Santa, el viaje obligado era a La Plata, a la Ciudad de los Niños, el mundo que la adorada Evita había imaginado para los hijos de los descamisados. De más está contarles que no bebía Coca Cola, absolutamente prohibida en mi casa; es que “a los sucios imperialistas no les vamos a regalar ni un peso”, decía mi madre, en su obsesión porque adquiriese cierta conciencia nacional y popular.

Yo fui una niña feliz aunque adoctrinada. Nuestro juego preferido de esos días inocentes era transformar a mi hermana en la mini Evita, le hacía un rodete bien tirante y la disfrazábamos con un trajecito gris, la conducíamos despacito porque, claro, estaba muy enferma, hasta el balcón interno de nuestro departamento y asomada desde allí, y con los brazos mirando hacia el cielo arengaba al pueblo, que en este caso eran los vecinos que tomaban sol en la pileta, a luchar por Perón y por su causa. Nosotros la vivábamos haciendo la “V” de la victoria al grito de: “Se siente, se siente, Evita está presente”, “Si nos vetan, si nos vetan, agarramos metralleta”, para rematar con un “Mujeres, mujeres, mujeres son las nuestras, mujeres peronistas las demás están de muestra”.

Todos estos recuerdos se hicieron presentes el 17 de octubre de 2006, un día peronista, que probablemente ya no tenga nada de Perón, salvo un cuerpo disputado por aquellos que pretenden un magro pedacito de poder.