Faltan sólo dos semanas para las elecciones nacionales, y el clima que se percibe en la gente común es una prueba sobre la sensación, instalada y lograda por el oficialismo, de que lo que se dirime es una reelección, y que en realidad, ya se realizó: Cristina es la presidenta electa, una mera continuidad de la gestión de su marido, Néstor Kirchner, a quien nadie imagina fuera del poder después del 10 de diciembre.
La estrategia, planeada o no, resulta ahora bien clara: el kirchnerismo presentó prematuramente a la Primera Dama como la mandataria electa, en una suerte de "enroque" con su marido, decidido antes de conocer el veredicto de la gente. A caballo de esa sensación, las encuestadoras, cercanas o distantes en el poder, se han convertido en la suerte de coro griego que confirma, legitima y valida la intención del matrimonio protagonista.
Los esposos Kirchner, y un puñado estrecho de sus más confiables colaboradores, dio el veredicto antes de que la voz del pueblo se haya oído. La oposición, paralizada frente a lo que se instaló como una verdad incontrastable, juega sus últimos cartuchos "vendiendo" al electorado imágenes más o menos felices de autoconfianza que en los hechos no llegan a delinear: dejan trasuntar su resignación frente a lo que parece un hecho consumado.
A todo esto, la vox populi aún no se escuchó. Tampoco se midió en los profusos sondeos preelectorales el ánimo de la gente frente a este curioso comicio que, como muchos hechos de la era kirchnerista, no son lo que parecen. La elección es, en realidad, una reelección. La candidata Cristina, en realidad, es la presidenta electa. El voto de la gente, que tiene que realizarse el 28 de octubre,es como si ya se hubiera materializado. La inflación, para el poder, no existe.
Este parece ser un país en el que el doble mensaje se instaló. El Gobierno pregona su compromiso imperforable con la gente, y la Unión Industrial Argentina sale a decir que los precios no aumentaron, y se suma al fabuloso caballo de papel maché del fantasma del "complot", un concepto tantas veces empleado por los hombres que disfrutan de la cálida sensación del poder.
Los sindicalistas defienden a los trabajadores, pero en realidad no dejan de negociar con quien tiene las riendas del país. El gremio que representa a los cargadores y descargadores de maletas en el aeropuerto internacional de Ezeiza se plantan en una huelga que perjudica a miles de viajeros, porque los descubrieron con las manos en la masa: el delito se impone sobre el derecho de cientos de almas indefensas ante el atropello.
La realidad tal vez ha sido uno de los bienes más devaluados en los últimos años, y como ha ocurrido otras veces en la historia reciente argentina, esa circunstancia es percibida por la gente más con sensación de apatía ante la impotencia de cambiar las cosas, que con rebeldía. Así pasó, si vamos treinta años atrás, durante la dictadura. Mansamente, un pueblo que conocía las atrocidades de sus gobernantes, por miedo, comodidad o resignación, toleró durante nueve años el régimen más sanguinario, delincuente y esquizofrénico que pasó por la Casa Rosada.
En la recuperación de la democracia, el presidente radical Raúl Alfonsín fue volteado del poder por el complot del justicialismo que logró, sí en esa ocasión, hacer calar hondo en la gente, la convicción de que la inflación era el peor de los verdugos, el más temible de los males.
Menem puso "en orden" las cosas: gobernó a su antojo, contradiciendo de la A a la Z su plataforma electoral, y campeó en el poder con la impunidad que se había visto sólo hasta cuatro años antes. Tal vez Menem fue "el gran maestro" de los manipuladores del poder. El también pergeñó con la complicidad ingenua o no de Alfonsín su continuidad en el Gobierno. Su reelección era ya un hecho mucho antes de que la gente la confirmara en los comicios.
No bastó el segundo período para que todos despotricaran contra el hombre que se había reinstalado en el poder. Entonces nadie lo había votado. Todos los que legitimaron su aspiración de perpetuarse en el poder fueron Poncios Pilatos: nadie había sido responsable de permitir cuatro años más de atropello, pero esos años se consumaron y dejaron hundido al país en la peor de sus crisis.
A Fernando de la Rúa no le fue mejor: vacilando entre la misma continuidad de los valores menemistas, aquellos que los electores repudiaron en las urnas, y entre la indecisión de enfrentar al poder ya cristalizado durante la década del 90, fue su propia víctima, títere de quienes deseaban voltearlo también a él para recuperar la manija del poder. Un sector de la política en la oposición por aquel entonces, azuzó nada más la indignación de la gente, otra vez repudiando a lo que había votado. Es que todos los desilusionaron. Ya nadie podía creer en la gente del poder: sólo le mentían y los traicionaron.
Se avaló así un golpe de Estado civil y le sucedieron los cinco presidentes, en un país a la deriva, que dañaba al máximo sus ya frágiles instituciones democráticas. Luego vino Eduardo Duhalde, que ilegítimamente se instaló en un gobierno en el que sin embargo pudo encaminar un poco en la gravísima crisis. A él también lo volteó un complot civil: el asesinato de dos militantes piqueteros, a sangre fría y con el peor de los recursos -así como durante su era de gobernador fusilaron al fotógrafo José Luis Cabezas- fue una sentencia que cobró su cabeza política.
Con los restos de poder que le quedaron Duhalde pergeñó la postulación electoral de Néstor Kirchner y logró su triunfo. No pasaron semanas hasta que el nuevo presidente renegó de su respaldo y lo empujó aún más al exilio político.
Kirchner finalmente gobernó con mano firme, recondujo la economía impulsado por el viento a favor de un dólar totalmente sobrevaluado, de la ansiedad de la gente por recuperar algo de normalidad, y de las condiciones excelentes para la Argentina en el nivel internacional. Mientras, quedaron en el camino las promesas de transparentar las instituciones, de reformar de una vez por todas la política, de poner en el lugar protagónico al pueblo que es soberano.
Hoy Kirchner va hacia una reelección encubierta, con la esperanza de que, luego del mandato de su esposa, él pueda volver a presentarse y perpetrarse así en el poder nacional por muchos años más como supo hacerlo en su propia provincia.
La gente parece haber sido ganada una vez más por la esperanza de que continuará un crecimiento económico que le arroja algunas buenas migas para vivir mejor, aunque otros aspectos de la gobernabilidad hagan agua: sigue habiendo muchos más desocupados, indigentes, pobres, excluidos de lo que dicen los índices "perfectos" -según el Presidente- del INDEC.
Mientras, la economía pide a gritos correcciones y vueltas de timón, pero el poder kirchnerista parece haber instalado la certeza de que si sigue a cargo, las cosas se mantendrán de manera vagamente aceptable, que es mucho más que nada. En las urnas, ¿Se verificará una vez más esa tendencia electoral de preferencia hacia la inercia?