En una de las entrevistas a Jorge Rafael Videla le hice una pregunta obvia en estos casos: “¿Cómo piensa que será recordado por la historia?”, que es una manera elegante que tenemos los periodistas de interrogar sobre un tema tan trascendente sin mencionar la palabra muerte.
Videla contestó: “No era el dictador típico, modelo Pinochet, por razones orgánicas dado que el poder supremo estaba dividido en tres. Además, tampoco he sido un militar autoritario. Si fui un dictador en el sentido romano del término, como un remedio transitorio, por un tiempo determinado, para salvar a las instituciones de la República”.
“Ojo —agregó— me habría gustado no haberlo sido, me habría gustado no haber tenido que tomar el gobierno para salvar las instituciones de la República. Fui un militar que cumplió con su deber, que tomó el gobierno como un acto de servicio más”.
La dictadura de Videla tuvo un claro sentido fundacional: se trataba de refundar el país, de moldearlo como si fuera de plastilina, cortándole desde arriba las anomalías como “el capitalismo prebendario”, “el populismo peronista”, el poder de los sindicatos, la influencia de la izquierda en la cultura y en los medios de comunicación.
Videla se consideraba un soldado; más preciso aún: un soldado divino. Por eso, también le pregunté si no sentía que Dios podía estar molesto con él y con algunas decisiones que tomó, por ejemplo, respecto de los desaparecidos. Me contestó que había sido “una guerra justa, una guerra defensiva” porque estaba en juego “el futuro de la Argentina” y que, por el contrario, consideraba: “Dios nunca me soltó la mano. Me ha tocado transitar un tramo muy sinuoso, muy abrupto, del camino, pero estas sinuosidades me están perfeccionando a los ojos de Dios, con vistas a mi salvación eterna”.
(*) autor de “Disposición Final, la confesión de Videla sobre los desaparecidos”.