Si bien Kiss es, desde hace más de cuatro décadas, una de las bandas de rock más exitosas del mundo, no es algo que se le pueda explicar del todo a alguien que no le apasione lo que hacen. La descripción de la parte visual, quizás la más famosa y que recorrió el mundo hasta volverse icónica, es un tanto extravagante: unos tipos disfrazados, con caras maquilladas en blanco y negro, y con una pose inclinada hacia delante, sacando la lengua, y estampando una actitud de rock and roll, y de seguridad. Sin ese aplomo y sin el convencimiento férreo en esa teatralidad elegida – inspirada en los New York Dolls y en Alice Cooper–, hubiera sido muy difícil sortear el ridículo. Pero más allá de las apariencias, quizá la razón principal que mantuvo a Kiss girando y grabando, fueron las canciones que permearon a públicos diversos y atravesaron décadas. La performance circense fue simplemente el complemento que ellos entendieron como el adecuado para ofrecer un concepto vendible.
Cuestión de peso. En una entrevista reciente con un medio peruano, Paul Stanley, cantante y líder de la banda junto al bajista Gene Simmons, contó la verdad de por qué Kiss se retira. Y no es el aburrimiento ni la sensación, tan comprensible, de que se terminó un ciclo. Se trata de algo muchísimo más coherente y vinculado con la estética de sus shows: los trajes les empiezan a pesar. Y no psicológicamente; físicamente. “Se trata de ser un atleta, de jugar y aparentar que lo hacés sin esfuerzo. Eso es genial y la pasamos muy bien haciéndolo, pero somos conscientes de que llevamos entre 18 y 22 kilos de equipo encima: guitarras, botas, y todo lo demás. Es muy exigente y sabemos que no podemos hacerlo por siempre. Queremos parar mientras hacemos el mejor show que podemos. Y este es sin duda el mejor que hemos hecho”.
Amor recíproco. En el marco del Masters of Rock, Kiss se despidió para siempre de Argentina, un país que los vio actuar 12 veces en todos estos años. Con su voz impostada hasta la exageración, Stanley le recordó a la audiencia que esta era la última vez. Kiss está cerrando con esta gira su adiós de los escenarios.
Los intervalos entre canción y canción de Kiss, no son lugares para la emotividad, sino transiciones para lo que viene, que siempre es en ascenso. Luego de recordarle a la gente que estaban en su presentación final, podría haber venido un mensaje de amor, una exteriorización sentimental de alguna índole pero lo que se dio en el escenario del Parque de la Ciudad no fue el caso. “Si ustedes gritan mi nombre, voy allá con ustedes”, dijo Paul, ante un público que, en su mayoría, ya sabía lo que iba a hacer. Y en la estructura montada, lo esperaba un arnés que lo conduciría al mangrullo, lugar donde entonaría, de frente a su banda, el hit I was made for loving you. En el escenario principal, bajó una bola de disco, mientras las visuales y la pirotecnia completaban la escena. Stanley bailó la canción con la energía controlada, ahorrando movimientos, exagerando cada uno de esos pasos que pesaban kilos y mostrando a su público la exigente dificultad de ese número, que hace décadas era un pequeño esfuerzo y ahora casi una ofrenda, un enorme riesgo que se asume para acometer, con excelencia, despliegue escénico.
Apoteosis. Kiss es todo espectáculo. Stanley, al final del recital, se despidió con un eufórico y sincero: “¡Los amamos!”. Y lo que había cobrado un tono elegíaco alejado del espíritu del rock and roll, decantó en el único acto que faltaba para completar un show que respetó cada pesado kilo de esencia. Como última ofrenda, Stanley hizo lo que debía hacer o lo que se esperaba de él: rompió su guitarra.