Un día el Obelisco, símbolo icónico de los porteños, se quedó sin punta y todos comenzaron a preguntarse qué había pasado: si se había roto, si la estaban reparando... Pero no se trató de nada de eso, sino de una intervención artística simúltánea: se tapó la punta con un capuchón de metal de tres toneladas y sincrónicamente una réplica exacta de la misma se instaló en la puerta del Malba y permite, una vez dentro, observar Buenos Aires como si se estuviera dentro el Obelisco verdadero, es decir a casi 70 metros de altura. Esta instalación interactiva es creación de uno de los artistas locales de mayor proyección internacional: Leandro Erlich, quien bautizó su obra como La democracia del símbolo.
—¿Por qué con el Obelisco?
—Porque es el emblema de Buenos Aires y siempre me resultó facinante.
—¿Qué mensaje intentó transmitir?
—Borges dijo respecto del Ulises de James Joyce: “Cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro”. Así que el mensaje es el que cada uno interprete.
—Sus obras tienen como herramienta fundamental la ilusión optica, ¿se siente un creador de ilusiones?
—La ilusión es para mí una herramienta que busca repensar lo asumido. Prefiero considerarme un creador de reflexiones, en el marco de la ficción o del arte.
—Su padre fue arquitecto e “inventor”, ¿eso tuvo algo que ver en su decisión de ser artista?
—Sin duda. Aunque en su momento hubieran preferido que hiciera una carrera universitaria, la cultura y el arte fueron siempre valores importantes en mi familia.
—Dice que busca que nada sea lo que parece ser y que eso lo convierte en el hombre más optimista del mundo, ¿cree que el orden establecido es aburrido?
—En absoluto creo que el mundo sea aburrido, pero sí que nuestra forma de vivir y nuestra interpretación de la realidad muchas veces lo confina. Esto genera cierta alienación, adormecimiento. Por eso, creo que es importante entender que una gran parte de la realidad no está dada sino construida.
—¿Ahí no vuelve a encontrarse con el ilusionista?
—El ilusionista tiene como fin la sorpresa y la fascinación producidas por un acontecimiento inexplicable. Para ellos, develar el secreto es un fracaso. Para mí el engaño es una instancia que no debe durar mucho; el truco está para ser descubierto, entendido y dar lugar a la interpretación.
—¿Su arte es divertido?
—Creo que hay dos tipos de entretenimiento: el que nos mantiene alejados de nuestra realidad haciendo que no pensemos en nada y el que, por el contrario, abre un paréntesis en nuestra cotideaneidad y nos enriquece enormemente.
—¿Cómo le parece que reaciona la gente ante sus obras?
—De manera muy positiva. Quizá por la instancia de sorpresa y por el espacio dado a ser descubierta. En muchos proyectos el público completa con su participación la obra y sin él, la obra no es tal. Esto es, tácitamente, honrar la existencia del otro. Y mis trabajos son accesibles y con varios niveles de lectura. La interpretación es libre, personal, intelectual y emocional. Todas están validadas.
—¿La considera más masiva que las demás por haberse tratado del Obelisco?
—Sin dudas. Este proyecto atravesó las paredes de protección que nos brindan los museos o espacios de arte. Está en un espacio público, interviniendo y dialogando con el símbolo de la Ciudad.
—Aunque usted es por demás conocido en el exterior, ¿se siente también profeta en su tierra?
—Viví y trabajé en muchos lados, Estados Unidos, Francia, China y Japón... Siempre fui visto con algún grado de exotismo, alguien que viene de lejos. Pero siempre fui bien recibido y hasta adoptado. Y lo de ser profeta alimenta el ego, pero nunca quise serlo ni tener una verdad. Aunque me emocionó recibir tanta atención y reconocimiento aquí.