Para mi generación, para los que tenemos algo más o algo menos de 55 años, Joan Manuel Serrat fue una suerte de hermano que nos fue abriendo los ojos al amor y al combate. Fue como ese amigo que sabe más que nosotros y va unos pasos adelante anunciando los peligros y los milagros que se vienen. Fue como un susurro al oído de aquella piba del colegio primario que apoyaba su cuerpito en el mío por primera vez mientras le cantaba que su nombre “me sabe a hierba”. De la que nace en el valle, por supuesto. Recuerdo eso y todavía me tiemblan las piernas por las primeras emociones eróticas, los ojitos pícaros seduciendo nuestra inocencia y convencidos de que se equivocó la paloma, se equivocaba. Por ir al norte fue al sur. Todo eso nacía de la fantasía del primer Wincofon que tuve en mi vida y del primer long play que, por supuesto, era de Serrat.
Después fuimos creciendo a la militancia y a la política, y Joan Manuel se convirtió en nuestro norte sin paloma confundida. En la encarnación de la resistencia cultural, en el cantor popular que mucho más adelante nos iba a recordar que “el Sur también existe” de la mano de Mario Benedetti, que en la paz de su Montevideo descanse. Serrat se fue transformando en una bandera que nos dio letra para todo. Nos ayudó a parir como generación, nos ayudó a levantarnos minas que, como dice el Negro Dolina, son la máxima utopía. Nos ayudó a levantarnos utopías que, podríamos decir, son la máxima mina. El Nano se convirtió en sinónimo de libertad y por ella sangró, luchó y pervivió. Por aquí enarbolábamos pancartas por las calles que hablaban de la Patria liberada y de la sangre derramada. Y por allá sus canciones eran mitines donde la vida y la democracia le peleaban cuerpo a cuerpo a la noche de Francisco Franco y su tragedia.
Eran tiempos en que a Serrat lo prohibían acá y allá. Y sin embargo no podían. Eran tiempos de amar a España, de sentir orgullo por Rafael Alberti y García Lorca, de tomar partido en la Guerra Civil española, aunque ya era un poco tarde. Eran tiempos de saber de memoria todas las canciones de Serrat y de gastarlas en los fogones playeros de Valeria del Mar o en las peñas del comedor universitario de Córdoba, donde la política era una canción como si por esos días los pueblos fueran libres, como quería León Felipe.
Después vino la muerte por miles a esta tierra y Serrat se convirtió en una contraseña. Eran tan grandes el silencio y el miedo a que te secuestraran que hasta escuchar a Serrat era todo un desafío. Y si algún conductor de radio se atrevía y lo pasaba, o si algún compañero de trabajo se atrevía y lo escuchaba, sabíamos que había algo secreto que nos unía frente a la locura asesina. Era una contraseña y una trinchera. Era una luz en las tinieblas.
Por eso Serrat se quedó a vivir entre nosotros, aunque se volviera físicamente a España. Se convirtió, como él mismo dice, en la banda sonora de los mejores momentos de nuestras vidas. Hoy mucha gente repite que “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. O “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. O “ése con quien sueña su hija, ese ladrón que os desvalija...”. Y es como si se repitiera un padrenuestro. Gardel será uruguayo, pero es argentino. Serrat será español, pero es argentino. Dime Serrat con quién andas y te diré quién eres. Andas reivindicando diversidades y bellezas con los sueños de Miguel Hernández y Antonio Machado al hombro. Utilizas la risa y la verdad de barricada con Daniel Rabinovich, aunque extrañes aquellos asados con tus negros amigotes que no están pero que nos siguen dibujando desde el cielo: Caloi y Fontanarrosa.
Gracias por todo, Joan Manuel. Me gustaría regalarte la vuelta olímpica del Barça con Kubala y Messi de la mano para que ningún niño se deje ya de joder con la pelota. O una España donde nunca más corra la sangre por las calles y ya nadie utilice el tiro en la nuca con los que piensan distinto. O el secreto de tu seducción que todavía hace mojar bombachitas. Y finalmente me gustaría condenarte a regresar un rato y cuando quieras a tu barrio de Poble Sec a preguntarle a Angeles, tu vieja, cuál era su patria. Para que ella te conteste, profunda y duradera, “yo soy de donde comen mis hijos”. Gracias por todo, Joan Manuel. Gracias por ser nuestro hermano y por estar siempre cuando te necesitamos.