Dos de julio, vísperas de mi cumpleaños. Mi madre sentada en la cocina, mientras yo improvisaba el menú de la cena, estábamos hablando de algo como lo hacemos habitualmente. De espaldas a ella, le pregunto algo, y me responde con lenguaje balbuceante, desarticulado. Giro sobre mis talones, y observo una asimetría facial, que segundos antes no estaba, y rápidamente se instaló un desequilibrio en su posición corporal. Estaba siendo testigo del ACV (accidente cerebro vascular) de mi mama. Llame a mi hija, recosté a mi madre en el piso, con la cabeza girada para evitar complicaciones respiratorias. Delfina, de once años, sabía que tenía que hacer. Llamar a mi hermano y al 911. Mi hija se presentó y dijo “manden la ambulancia que dice mi mama, que la abuela está haciendo un ACV”.