Están llenos de ratones. Los llevan en el auto, la casa, la oficina. Dicen que no pueden controlarlo, que el impulso los domina y el deseo los atrapa. Son capaces de poner en juego la familia, el trabajo y la salud. Son adictos al sexo, verdaderos esclavos.
“Yo era adicta a la infidelidad”, dice Teresa de unos 40 años, alta, delgada, mirada que intimida. “Llegué a tener hasta tres amantes. Un día fui a una fiesta y me encontré con la esposa de uno de ellos. Ahí decidí parar”. Son las ocho de la noche de un viernes primaveral en el barrio de Monserrat. La cita es en la iglesia San Ignacio, donde funciona uno de los tres grupos que hay en Buenos Aires de Sexo Adictos Anónimos (SAA).
“Ante cada pensamiento o estimulación visual que nos dispare una conducta sexual compulsiva, nos damos un máximo de tres segundos para voltear nuestra atención a otro lado. A esto llamamos la regla de los tres segundos”, lee de un libro de SAA una de sus integrantes, una rubia de treinta años, artista plástica, separada y con un hijo. Es una guía práctica de recuperación.
La puerta se abre y entra un hombre de unos sesenta años con gesto abrumado. “Estoy con resaca”, confiesa. “Hace una semana que no miro pornografía en internet. A veces me masturbo hasta tres veces por día”. Su coraje me sorprende y paraliza. “Fuerza Mario, estamos con vos”, le dice un adolescente todo tatuado que lleva más de un año en el programa.
Teresa toma la posta y cuenta en qué consiste lo que llaman el “Síndrome de la abstención”. Se trata de una fase de la recuperación que propone mantenerse sexualmente “sobrio”. Esto no implica la interrupción de la actividad sexual sino de aquella conducta compulsiva que genera descontrol y pone en riesgo la salud física, psicológica y emocional. Fantasías eróticas obsesivas, affaires extra matrimoniales, encuentros sexuales con desconocidos (hetero u homosexuales), masturbación compulsiva o sexo pago son algunos de los muchos caminos que los adictos sexuales transitan.
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