Los dos internos del pabellón 8 le contaron la novedad a Miguá, quien llamó a Marcelo Brandán Juárez, un morocho de cara aindiada, bruto y descontrolado, adicto a las pastillas y a cualquier tipo de droga. Tenía varios apodos que definían su personalidad: “el Loco”, “Falopa” o “Popó”.
—Tomá el arma. Yo distraigo al guardia de Control y vos lo apretás.
El paraguayo era el que mejor sabía manejar a este hombre primitivo que estaba preso por varios robos calificados y tenencia de armas de guerra. Fue uno de los delincuentes más pesados de Fuerte Apache. En Olmos, le habían abierto una causa por violar a su compañero de celda. Su ansiedad compulsiva lo hacía tomar lo que quería en el momento y recurría a la violencia si era necesario. Tenía 29 años, era alto y muy fuerte. Estaba preso desde hacía diez años y le quedaban nueve para cumplir la condena. No era querido por sus compañeros, porque era egoísta y violento sin necesidad. Desconfiaba de todos, por eso no tenía amigos. En los últimos días, se había vuelto agresivo contra Gapo. El correntino no lo tomaba en cuenta, lo consideraba un rival menor porque no era buen cuchillero. Pensaba matarlo en la primera oportunidad que se le presentara, no porque lo odiara, sino porque sospechaba que estaba vinculado a la fuga. Brandán era analfabeto y le gustaba rebelar a los presos contra los jefes del penal con reclamos por mejores condiciones en la cárcel. Los presos lo calificaban como un chamuyero, porque hablaba mal, pero hacía extensos discursos de reivindicación. Era feroz, pero no peleaba bien; había cobrado más de una vez. Insultaba a sus carceleros. Cuando se dirigía a ellos les decía “gorra”, “milico”, “rati” o “cobani”. Por esas faltas de respeto, era un huésped asiduo de los buzones de confinamiento, pero no había castigo que lo hiciera entrar en razón. Protagonizó motines en Olmos y La Plata. Culpaba al mundo de lo mal que le iba. Era un psicópata que no se hacía cargo de nada. La única persona que quería en el mundo era Josefa, su madre, una sufrida mujer que lo visitaba en cuanta cárcel le tocaba estar.
Después de hacer un recuento de los rehenes, el karateca bajó al pabellón 6. Allí lo esperaban Popó Brandán, Ariel Acuña, el cabezón Víctor Esquivel, Cacho Perales, Leo Salazar y Chiquito Acevedo. Le dio la pistola con un cargador completo con ocho balas a Popó:
—Llegó la hora, hagan lo que tengan que hacer. A Miguá le dijeron que Gapo quiere tomar Sanidad para entregarle el penal a los cobani. Popó, te vas a dar el gusto de hacerlo mierda.
El morocho de Fuerte Apache, que no sabía vivir sin rencores, se entusiasmó: por fin iba a ejecutar una venganza que esperó nueve años. Gapo, en la Navidad de 1987, le había saboteado el motín que encabezó en Olmos. Desde aquel día, se juró matarlo. El grupo partió a paso acelerado. Esperaron años ese momento, pero ahora no podían aguardar un minuto más. Una bandita de gatos (presos jóvenes de menor jerarquía), que buscaban trascendencia, los siguió sin preguntarles nada. Intuyeron que iba a haber acción, una buena oportunidad para estrenar sus facas fabricadas en el taller el día anterior. Cuando ingresaron al pabellón 8, Sandro “Tirabombas” Ruiz se les puso al lado. El también quería ver cómo mataban a Gapo. El correntino estaba sentado en la puerta de su celda con sus lugartenientes. El Gordo Gaitán, el Indio Niz y Nippur Polieschuck lo flanqueaban. Todos eran hombres de pelea, pero ahora tenían miedo.
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