En esta foto hay dos fotos. La del friso remite a los primeros años del 1800. La del mármol a los iniciales de 2000. Ambas escenas pertenecen al mismo país. La de arriba plasma la hazaña (esto es, “hacer algo grande”) de patriotas que peleaban para sumar su país propio a la civilización de todos. A 200 años de aquel propósito, la de abajo prueba que quienes sucedieron a los héroes del prólogo no supieron (al menos todavía) cuajar ese proyecto. Movidos por odios y monedas, insensibles al destino del cuerpo social, se distanciaron años luz del impulso fundador que recuerda el bronce.
Hay belleza subversiva en esta foto. Permite este divague, sostener una columna o iniciar una revolución. Son variadas las ideas que se disparan cuando uno se encuentra, de súbito, con esta cara 2010 del país. La plasmé con cuidado y respeto. Lo primero que imaginé fue que el hombre dormido soñaba con San Martín y el cruce de los Andes. Sí, su necesidad de hoy, volatizada mediante el sueño, lo empujaba a participar de lleno en aquella acción bélica del pasado, para así, mejorar su presente. La confusión entre la línea que separa lo real y lo irreal permite que una desesperación se troque en fantasía. Que no un desvarío. Es probable que al durmiente indigente le fuera mejor (que su vida tuviese más sentido) peleando con San Martin que holgando con Kirchner. Sensación que permite sacar las conclusiones apuntadas y también divagar sobre el papel de los símbolos y signos que se nos ocultan, por vivir al paso, esto es, a la ligera. Por ejemplo, lo extraordinario de la realidad que atravesamos a diario sin que ejercitemos la mirada para recibirlo. Momentos de revelación que no ocurren cada tanto, como se suponbe, sino, vaya paradoja, a cada segundo.
Al día son miles las veces que pasamos junto a “fotos” como ésta. O que nos lastiman hechos de la vida política contrarios a lo que recuerda el bronce de la estatua. Ese es el momento de asociar los cuentos del tío con el contexto (y "texto") que vivimos. A un año ya de nuevas elecciones tal vez sirva tener presente la fábula del hombre que buscó refugio en la estatua de San Martín porque gobierno tras gobierno lo han ido echando del espacio, del tiempo, de la vida.
Cuando me fui; el hombre seguía durmiendo. Más me alejaba más integrado a la estatua lo veía. Dejó de ser bulto, mancha, punto. La duda se me fue. Y comencé a sentir que sí, que era seguro que él estaba en el fragor de Chacabuco, bien despierto y a caballo, combatiendo por algo que decían iba a traer pronto su dicha y la de todos. Un tiempo próximo que lleva dilatado 200 años y aun no sabemos cuantos más. No está de más soñar que por fin llegue y no exista ciudadano alguno tan indigente que necesite refugiarse al pie de una estatua. Que en todo caso, de haber todavía algunos casos extremos, se los acoja en un instituto que no presente la insoportable humanidad de los que hay hoy. Esto es, que nuestra sociedad (parte inferior de la imagen) sea digna del bronce (parte superior de la imagen). Dicho así, con bronca y reiterado a posta, para fijarlo, para incordiar y para que lo entiendan quienes llegados al poder lo primero que pierden son al otro, a los otros.
El súbito chispazo que dispara esta fotografía no es casual. No tiene que ver con lo costumbrista o lo artístico o lo raro. Su atracción reside en la denuncia sorprendente que (a pesar suyo) contiene. Bastaría esta imagen que capté al pie de la estatua a San Martín, para ilustrar un afiche que invitase a un urgente Congreso dedicado a tratar la Paradoja real de un Bicentenario virtual.
(*) Especial para Perfil.com