Con 47 años y el título de arquitecto colgado en la pared, Daniel Solanilla estaba desesperado. Hacía tres años que no conseguía una obra grande y en ese durísimo 2001 vivía de hacer algunas refacciones esporádicas. “Era difícil de mantener hasta la autoestima”, recuerda el mendocino.
El cambio llegaría con una alternativa que desde la transgresión financiera fue boom durante la crisis de 2001/02: el trueque. Con otros profesionales que pasaban por la misma situación que él en Mendoza capital, Solanilla se incorporó a uno de los miles de clubes que llegó a tener la Argentina. “Con eso pude llevar la comida a la mesa”, dice una década después.
A partir de la lógica más básica de la economía, el trueque fue un reflejo de esa sociedad dolida que veía cómo se derrumbaba su clase media. Si hasta Recoleta, Palermo o el centro de la City fueron sede de estas transacciones que anulaban la intermediación del dinero.
Los registros informales indican que cinco millones de argentinos llegaron a intercambiar bienes o servicios con esa modalidad durante 2001 y 2002. El fenómeno logró ser viralmente federal y no hubo provincia que no tuviera su propio “club de trueque”, como se llamó a estos espacios de encuentro de necesidades.
La recesión, el desempleo, la caída en los sueldos públicos, las cuasi monedas, el corralito y el corralón fueron parte de la repentización de un fenómeno que en realidad ya tenía antecedentes. “Nosotros en 1995 habíamos comenzado con un club de trueque en Bernal, que juntaba a un grupo reducido de personas”, cuenta Rubén Ravera, uno de los creadores de esa idea y cara visible del boom durante la crisis.
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(*) Especial para diario PERFIL.