Nanette Konig tiene 82 años y en sus ojos absolutamente celestes se acumulan, a lo largo de su relato, algunas lágrimas que no llegará a derramar. Como si todo el horror del mundo hubiera quedado en esa retina que no quiere olvidar. La imaginamos muy hermosa, una niña observadora. Es hija de un banquero del Amsterdamsche Bank.
Nanette estudiaba en el Liceo Judío de Amsterdam, donde compartía con Ana Frank una cotidianeidad escolar y asistía a la fiesta de cumpleaños en la que regalaban a Ana su primer diario.
“Ana se hacía notar”, explica. “Era una chica muy vivaz, con una gran fuerza. Pero cuando la conocí, en octubre de 1941, me pareció igual a las otras alumnas del liceo… Ahora, eso sí, era alguien a quien le gustaba hablar y ser escuchada. Son recuerdos. Me gustaría que fueran más numerosos, pero no se olvide que ellos, la familia Frank, decidieron, en el mes de julio de 1942, esconderse en el refugio que lograron instalar en su propia casa.”
—Y en el colegio, ¿las otras chicas comentaban algo acerca de Ana?
—No. Nada. Mire, era una clase sin discusiones sobre todo porque éramos muy conscientes de la situación terriblemente difícil en la que estábamos viviendo. Algunos sobrevivientes consideran que discutíamos. Yo sólo recuerdo algunos desacuerdos pero tiempo atrás. No intervine en ellos porque, le repito, la situación era tan difícil, hacía meses que vivíamos con un miedo y una angustia incesantes. No se lo puedo describir, pero ciertamente no era una circunstancia normal. Bajo ningún punto de vista… Piense que, de toda esa familia, el único que sobrevivió fue Otto, el padre. Tras la muerte de su madre y de su hermana Margot, también Ana sucumbió a la fiebre tifoidea.
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