Cuenta la leyenda que el primero en subir por las entrañas del Obelisco fue un desocupado, que en 1938 quiso de ese manera tan poco ortodoxa llamar la atención. La cosa pareció darle resultado, porque fue nombrado ordenanza del Ministerio de Economía. Seguramente a ese ascenso siguieron otros menos estelares, hasta que en 1998 los espectadores vimos a los improbables actores de Pizza, birra, faso llevar a cabo la misma proeza, sólo para atisbar a la ciudad que nunca duerme en toda su radiante insolencia, desde 65 metros de altura, que tampoco es tanto.
Pero el martes pasado el Obelisco porteño cumplió 81 años y el Gobierno de la Ciudad abrió una convocatoria para todos aquellos que quisieran perpetrar la subida más rioplatense que imaginar se pueda. Irse a la punta del Obelisco en sentido literal implica una corta serie de motivaciones y de modificaciones; por lo pronto, la próxima vez que lo manden allí podrá decir, con total desparpajo y verdad: “Yo ya estuve”. Ochenta y un ciudadanos pertenecen desde el martes pasado a esa pequeña élite de elegidos.
Los ascensos fueron programados estratégicamente, pero como casi toda estrategia no sirvió de mucho: los victoriosos del llamado tuvieron que esperar en algunos casos horas para cumplir el cometido. Pero la espera valió la pena.
El interior del Obelisco tiene un efecto espacial de cine expresionista. O mejor dicho: tiene el mismo efecto espacial que puede ver cualquier espectador del Gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene (1920): al entrar se tiene la vaga impresión de que el espacio interior no se corresponde con el que uno podía imaginarse antes de entrar; es más amplio, inmenso. Y sin embargo, mirando hacia arriba se hace patente el angostamiento. Y al angostamiento lo acompaña el vértigo. El vértigo es el único enemigo de una experiencia tan vivificante como recorrer las entrañas del Obelisco en busca de la cima. Los gentiles empleados de Defensa Civil pueden ayudarlo a hacer frente a todo, a la ansiedad, al cansancio, a los nervios y a la claustrofobia, pero no al vértigo. De todos modos, sí, pueden ayudar a hacerle frente: con consejos. No mirar hacia abajo es el más elemental, y no es difícil cumplirlo mientras se sube por la angosta escalera fija con la pared de un vértice como única protección (pero protección es lo que sobra: cada “escalador” fue previamente munido de arnés, casco y guantes, de modo que una caída queda descartada desde el vamos. A lo sumo, algún valiente se percata de que después de todo no era tan valiente como pensaba y abandona la subida, pero eso es todo (al parecer el martes hubo un caso).
Las paradas obligadas, si no me equivoco, son seis, y dependiendo del estado físico del escalador se puede responder al empleado de Defensa Civil con un “sigo” o con un “espero”. Ninguna de las dos respuestas servirá para hacerle ganar o perder nada, así que casi todos eligen esperar un poco hasta recobrar el aliento y seguir luego.
El último tramo, el más breve de todos, lleva a la anhelada cima. En mi caso sucedió en la “hora mágica”, cuando el sol se está ocultando en el horizonte y todos los colores se tiñen de rojos y anaranjados. Pero una vez arriba no hay mucho que hacer; de hecho me preguntaba qué harían aquellos que permanecían dos horas o más allá arriba; probablemente descansaban, o probablemente eran felices poseedores de esa mirada de niño que encuentra maravilloso hasta lo más banal y transparente. Yo, por mi parte, recordé a Reinhold Messner durante su primer ascenso solo y sin tubos de oxígeno al monte Everest. Después de un ascenso de 8.848 metros llega a la cima y cumple con las tareas programadas: quita la bandera china que habían dejado los alpinistas que lo habían precedido, se saca una foto y se sienta a mirar: “No había mucho para ver”, dice, “había niebla”. En un momento una nube se disipa y consigue ver la cima del monte vecino. Así que emprende el descenso. Bien, llegado a la cima, este humilde cronista hizo lo mismo: miró un poco y al no ver nada que valiera la pena, emprendió el descenso.
Como en muchos otros casos, la llegada a destino decepciona: no hay nada como el trayecto.