¿Tiene el ojo una función que permite evitar los efectos de una mirada? ¿Es capaz el ojo de parpadear y quitar, como una basurita de la consciencia, aquello que salta a la vista? Quizá tengan razón los que dicen que un fascista no es más que un burgués asustado.
En un libro de entrevistas impecable y monumental, Albert Speer, su lucha con la verdad, la periodista Gitta Sereny arrancó una respuesta reveladora al arquitecto favorito y ministro de armamentos de Hitler.
Preguntado por el punto en que se quebró su conciencia moral, el punto que le permitió amar al Führer y entregarse a su desenfreno criminal, Speer recordó que a la mañana siguiente de la Kristallnacht, aquella noche en que las SS salieron a romper las vidrieras de los comercios de los judíos berlineses, él, Albert Speer, un buen burgués ilustrado, él iba camino a su trabajo y lo que le molestó no fue la destrucción y la barbarie implícita en los atentados sino el efecto de desorden que producían los cristales desparramados en la acera.
Los que viven en la calle son los judíos de un mundo que pocas veces nos libra de la impresión de estar gobernado por criterios bestiales. Gente a la que otra gente quiere que desaparezca de su vista.
Datos, números, personas. En la Ciudad de Buenos Aires hay censadas alrededor de 1.400 personas que no tienen dónde vivir y rotan.
Permanecen en la calle o buscan refugio –o son llevados– a los siete paradores propios o los diecisiete que funcionan bajo convenio con el Gobierno de la Ciudad, y que tienen lugar para una población total de 1.700 personas.
Esos centros se abren a las seis de la tarde, se cierran a eso de las ocho de la noche y se vuelven a abrir a las seis de la mañana, porque no se puede permanecer en ellos durante el día.