El documental Yo, Presidente, estrenado en estos días, ratifica la idea general de que los argentinos somos muy vivos. Tan vivos que nos damos cuenta de que los presidentes que elegimos son unos reverendos estúpidos. Es cierto que a esos "estúpidos" (que también son corruptos o ineficaces) los elegimos nosotros que, además de vivos, somos honestos y talentosos; pero sucede que estos presidentes no representan a nadie, o traicionaron sus promesas, o fueron elegidos por los sectores menos lúcidos de nuestro gran país.
Hoy no parece digno de una mente aguda rescatar alguna medida de gobierno de los últimos presidentes democráticos. "Alfonsín era un inepto para la economía y un cobarde con los militares del Proceso", "Menem era un corrupto que vendió al país", "De la Rúa, un atontado", "Duhalde, un mafioso que volteó a De la Rúa para instalarse él", y "Kirchner lo único que sabe hacer es aprovechar los vientos de cola de la economía mundial".
Las frases hechas no necesariamente tienen que ser ciertas, pero al menos tienen que contener elementos verdaderos para que se reproduzcan con éxito. Y estas frases los tienen, por eso son repetidas con fervor no sólo por un argentino medio, sino por los comunicadores más respetados de los medios de comunicación, en especial radio y televisión.
No es bueno que a uno lo consideren un idiota. Pero es peor que lo tomen por un idiota complaciente.
Los presidentes saben bien de qué se trata: destruyen a su antecesor para estar a tono con lo que "la gente" espera, sin darse cuenta de que cinco minutos después el próximo presidente hará lo mismo con él.
Un reconocido periodista me contó que cuando Menem ya atravesaba los últimos meses de su gobierno, pasó de trabajar en la prensa escrita a ser el columnista de un programa de gran audiencia en la radio. Al principio, opinaba a favor o en contra de determinados actos oficiales, según sus criterios; pero enseguida comprobó que cuando era duro con Menem los llamados de los oyentes eran exageradamente elogiosos, mientras que cuando su mirada era positiva, el público dejaba mensajes impiadosos. Un día se encontró a sí mismo sin volver a coincidir con algo de aquella gestión. Se dio cuenta porque los oyentes sólo llamaban para felicitarlo. Otro conductor de la actual mañana radial, señala una regla no escrita de los medios audiovisuales: "Cuando un presidente está bien en los índices de imagen, no es bueno pegarle. Y cuando viene en picada, no es bueno defenderlo. Parece cínico, pero es difícil pensar contra la corriente en un medio masivo, la sociedad prefiere la uniformidad a oír una idea distinta cada mañana."
El premio Nobel, Peter Medawar, avaló científicamente esa teoría, al asegurar que la mente trata a una idea nueva del mismo modo que el cuerpo trata a una proteína extraña: la rechaza.
Desde hace años, la idea establecida es que todos los políticos nos mienten, son corruptos o, en el mejor de los casos, simplemente ineptos. La posmodernidad aportó a esa creencia su cuota de escepticismo sobre todo lo preexistente, pero ahora que Lipovetsky sentenció la muerte de la posmodernidad y el nacimiento de una hipermodernidad, los argentinos nos quedamos con un statu quo que plantea un dilema para el cual aún no encontramos respuesta: aceptamos que la política y los partidos son las herramientas para influir sobre nuestra realidad, con los presidentes a la cabeza, pero estamos seguros de que esos políticos, partidos y presidentes no nos merecen.
El atractivo de Yo, Presidente radica en mostrar con astucia a dirigentes que ocuparon ese cargo como simples mortales, muy mayores algunos de ellos, que cometen torpezas en medio de supuestas horas muertas de grabación. La sensación de que son unos estúpidos es mayoritaria entre el público y los opinólogos que vieron el documental.
Sin embargo, uno de los directores de la película, Mariano Cohn, tira una pequeña bomba entre la multitud bienpensante: "Los presidentes me parecieron gente inteligente, con ideas, al margen de que las comparta. Y creo que son mucho mejor que la media argentina. Cualquiera de nosotros sería peor presidente que ellos." De ser así, estaríamos frente a un problema aún más grave: si de verdad nuestros presidentes fueran unos estúpidos y si, además, son mejores que cualquiera de nosotros, la conclusión no nos dejaría bien parados. ¿Será cierto?
Por momentos, me parece que sí. La sola idea de que un conjunto de hombres (presidentes) reciba por su profesión (políticos) un mismo trato y calificativo, no suena demasiado inteligente. Suponer que alguien que logró convencer a la mayoría de la sociedad de que era el indicado para conducirla, es subnormal, tampoco pasaría una pericia científica. Pensar que los demás son estúpidos, suele ser una estrategia de la psicología infantil para colocarse entre quienes por su inseguridad pretenden no serlo. Por fin, el discurso hueco de los comunicadores más críticos frente a los políticos termina por delatarlos. Haga la prueba de buscar una idea detrás de sus sonrisas burlonas después de destruir en un compilado de imágenes a un político cualquiera. Podrá escuchar frases como "qué ladrón", "qué hicimos para merecer esto", "qué chabón caradura". Y poco más. Saben que su público no les exige más y que ellos tampoco están preparados para interpelar a los políticos desde el fondo y no desde las formas.
Sí, tiendo a creer que el más torpe de los presidentes, digamos De la Rúa, es -con toda la medicación al día- más talentoso que la mayoría de nosotros. Y pienso algo más indecible aún: creo que nosotros (o esa media teórica compuesta por los distintos sectores sociales) no somos ajenos a tanta ineficacia, latrocinio, injusticia e inequidad; a los presidentes que tuvimos y a los que no supimos conseguir; y también a todo lo bueno de estos veintitrés años de democracia.