Pocos platos son tan simples y deliciosos como los tacos. Una tortilla tibia, de olor fuerte y agradable, coronada por una jugosa porción de carne, frita, guisada o asada, pollo, cerdo o incluso mariscos, como se acostumbra en las zonas costeras de México. Luego, las guarniciones se multiplican: queso manchego fundido, cebollitas, una refrescante rebanada de ananá, que va muy bien con el taco “al pastor” –carne marinada y rojiza, cocinada como un kebab–, sin contar a las vedettes que coronan la obra, las salsas (verde, roja, guacamole, chile chipotle, pico de gallo, etc.). Un manjar de dioses que se acompaña con michelada –cerveza con jugo de limón y sal– o solo, ya que muchos mexicanos juran que nada mejor que un taco para curar la “cruda” o resaca.
A pesar del temor que puede generar en los turistas la leyenda local de “la venganza de Moctezuma”, en referencia a los puestos gastronómicos callejeros –algunos audaces juran que allí se comen los mejores tacos–, se aconseja comer en un puesto “conocido”, uno del barrio y recomendado por sus habitantes, y donde se amontonen muchos comensales. Está claro que los restaurantes de tacos ofrecen más garantías, aunque la cuota de picante de las salsas puede desencadenar trastornos que nada tienen que ver con la higiene del lugar. De hecho, todo viajero a México debería conocer la “Escala Scoville”, desarrollada a principios del siglo XX y que mide el grado de picor de los chiles. Con este parámetro, un chile dulce –el morrón argentino–, que no contiene capsaicina, la sustancia que le da picor, tiene cero, mientras que el habanero tiene más de 300.000. No es azaroso, entonces, que el 70% de los mexicanos sufra de gastritis.