Con 1.500 habitantes entre personal permanente y rotativo, la base de la Real Fuerza Aérea en Mount Pleasant, a unos 70 kilómetros al suroeste de la capital isleña, se ha convertido en la segunda ciudad de las Malvinas y única puerta de entrada de quienes llegan al archipiélago por vía aérea.
Ya desde el aire se aprecian los enormes galpones, depósitos de armamento, hangares subterráneos, alambrados de púa, barreras antitanque y casamatas con ametralladoras, que se extienden por varias hectáreas, siempre camuflados para confundirse con el verdeamarillento suelo de las islas.
El complejo es sin duda el legado más imponente de la guerra y fue construido con el objeto de persuadir a la Argentina de iniciar una nueva aventura bélica, luego de que las tropas argentinas vencieran fácilmente a los alrededor de 80 soldados que velaban por la seguridad de las islas el 2 de abril de 1982.
Tan sólo 550 de los que viven en Mount Pleasant residen allí de manera permanente, mientras que el millar restante se compone mayormente de militares que pasan períodos de entre tres y cuatro meses en el archipiélago, muchos de ellos preparándose para misiones de combate en Irak y Afganistán.
“Los habitantes de las islas están encantados con nosotros, se sienten protegidos cuando ven a los ruidosos aviones de combate Tornado volando a baja altura sobre sus campos. Eso sería impensable en Europa”, explica un soldado que solicita permanecer en el anonimato y que ya ha participado en numerosas misiones de combate en Asia Central.
Pese a que se enorgullecen de que la base militar es la única institución en el archipiélago financiada por el Reino Unido, el complejo de Mount Pleasant implica beneficios cotidianos para los isleños que van mucho más allá de la defensa del archipiélago.
A todo trapo. Además de equipamiento militar, la base también alberga muchas comodidades que ni siquiera existen en la capital. Al hospital y el colegio para los hijos de civiles y oficiales que viven allí de forma permanente se suman un centro comercial, un cine, varios restaurantes, una disco, una pista de bowling, cancha de golf, varias piletas de natación y hasta una sala de juegos de guerra con armas láser. No son pocos los habitantes de Stanley que los fines de semana se acercan a la base para disfrutar de algunas de estas atracciones.
Siempre que paguen su pasaje, los isleños también cuentan con la posibilidad de acceder a entre veinte y treinta asientos para viajar al Reino Unido tres veces cada dos semanas, en los vuelos militares que coordinan las Fuerzas Armadas desde Mount Pleasant.
Desde la base también se transmite la señal de televisión BFBS (British Forces Broadcasting Service), que contiene programación producida por el Ministerio de Defensa para las fuerzas británicas desplegadas alrededor del mundo. La alternativa a la BFBS es el costoso servicio de televisión satelital, provisto, por supuesto, por un operador monopólico.
Fuera de la base, dispersas en las islas, hay otra herencia de la guerra de 74 días: aproximadamente 25.000 minas antipersonales que permanecen aún enterradas en 117 de los 125 campos minados sembrados por los soldados argentinos durante el conflicto, con el objetivo de frenar el avance de la fuerza de tareas británica hacia la capital malvinense.
A pesar de que la Convención de Ottawa exige el desminado completo de las Islas Malvinas para 2009, fuentes del destacamento de ingenieros militares apostados en el Atlántico Sur estimaron que serían necesarios “alrededor de 400 especialistas y una década de trabajo intensivo” para retirar todos los artefactos explosivos.
El artículo 5 de la Convención de Ottawa (oficialmente “Convención sobre la prohibición del empleo, almacenamiento, producción y transferencia de minas antipersonal y sobre su destrucción”) establece que cada país signatario se compromete a “destruir o asegurar la destrucción de todas las minas antipersonales en áreas minadas bajo su jurisdicción o control lo antes posible, o a más tardar a los 10 años de que el Tratado hubiera entrado en vigor”. Para el Reino Unido, el tratado entró en vigor el 1 de marzo de 1999.
Sin embargo, pese a la colaboración entre las autoridades argentinas y británicas desde el fin del conflicto, no se ha avanzado mucho. El principal problema radica en que, por diversas causas, muchas unidades argentinas no guardaron un registro detallado de la ubicación de las minas.
“En algunos casos esto se debe a que muchas veces los explosivos eran colocados bajo fuego de artillería británica y los soldados argentinos debían buscar refugio sin tener tiempo a anotar el lugar donde habían sido colocados las minas”, comenta un sargento de origen galés que presta servicios con el cuerpo de ingenieros del EOD (Explosive Ordinance Disposal, por sus siglas en inglés), destacado en las afueras de Stanley.
“En otros casos, los registros indican que fueron colocadas sólo 8 minas, cuando en realidad se enterraban 10 ó más”, agrega el soldado británico, quien sin embargo destaca el profesionalismo de algunas unidades argentinas, como la Infantería de Marina, y la colaboración de todos los oficiales argentinos una vez formalizada la rendición.
Empero la gran cantidad de minas que permanecen activas bajo la fría turba malvinense, no se han registrado accidentes con seres humanos desde el año 1983. Como sostiene el militar, “en las islas existe una gran conciencia sobre el riesgo que implican las minas. Las multas por ingresar en un campo minado alcanzan las 1.500 libras (alrededor de 3.000 dólares). Además, no sucede como en Africa o en Asia que, debido a la pobreza, los habitantes retiran los cercos de madera que delimitan los campos minados para utilizarlos como leña”.
* Desde Mount Pleasant (DPA)