Sólo los nocauts son inapelables. Algunas preguntas, en cambio, no tienen una respuesta tan concluyente como el conteo de un referí en el cuadrilátero. ¿Por qué conmueve la posibilidad de que el Luna Park no exista más tal como lo conocemos? La respuesta no se puede palpar en los 7.000 m2 del que fue por décadas el estadio techado más grande de Latinoamérica ni en la pésima acústica de un galpón con fachada pretenciosa.
Una buena porción del Luna se terminó de extinguir definitivamente entre 2002 y 2013 con las muertes de Juan Carlos Lectoure, primero, y de su tía política y amante, Ernestina Devecchi después: abandonó la cualidad de “negocio atendido por sus dueños”, como un almacén. Parábola del país, fue absorbido mediante una herencia, tres testamentos, denuncias sottovoce y un acuerdo millonario y extrajudicial por un gigante con pinta de multinacional: la Iglesia católica.
Ya había muerto varias veces, pero siempre había renacido más pujante. Albergó peleas, conciertos y velorios históricos, un acto nazi, y fue altar peronista. “El Luna es un amante caro”, solía decir Ernestina para definir el capricho de mantener un estadio de baja estatura al lado de los rascacielos porteños más caros. Así lo quería Tito, para quien el Luna era su vida aunque no pudiera ser del todo feliz.
Hoy, aunque sigue siendo una plaza cotizada, alberga sobre todo nostalgia por una Buenos Aires y un país que ya no son.
*Coautor de Luna Park: el estadio del pueblo, el ring del poder (Sudamericana)