“Lo que se busca es que las personas con discapacidad motriz puedan recibir ayuda a través de un perro especialmente adiestrado para sus necesidades por personas privadas de la libertad, que formen un puente de restauración recíproco”, describe Julio Cepeda, responsable de Huellas de Esperanza, un programa de adiestramiento canino de servicio enfocado en el acompañamiento de personas con problemas de motricidad. ¿Qué tiene de singular? Funciona en el Centro Federal de Detención de Mujeres, Unidad 31, y el Instituto Abierto de Pre Egreso de la Unidad 33, en el penal de Ezeiza, y otras tres unidades del Servicio Penitenciario Federal.
En la actualidad, muchos proyectos de readaptación social están siendo enfocados como motor de reparación y restitución, donde la persona asume un rol activo en el proceso de reinserción basado en el acompañamiento tutelado. Quizá pocos lleguen a hacerlo de forma tan completa como el Programa de Adiestramiento de Perros en Cárceles Federales, que coordina Julio Cepeda.
El primer paso es capacitar a los internos como adiestradores, quienes bajo la tutela de sus profesores van cumplimentando el entrenamiento de los perros de servicio. “Los animales no distinguen entre personas libres o en prisión. La relación con el perro los ayuda a sanar y mejorar la autoestima, al tiempo que aprenden un oficio valioso para el bien de otros”, asegura la religiosa Pauline Quinn, fundadora del proyecto original en Washington (Estados Unidos) hace casi cuarenta años (ver aparte).
Fernando Rickert, terapista ocupacional del programa, es el responsable de evaluar las necesidades de los usuarios designados que van a recibir los perros y luego ajusta el entrenamiento a desarrollar. “Se toman en cuenta desde las limitaciones físicas, el tamaño y el peso de ambos, y otros detalles como la personalidad tanto del animal como del futuro usuario, hasta su estilo de vida y sus actividades. Es un trabajo muy artesanal, casi de sastrería a medida”, asegura Rickert.
Las mujeres privadas de la libertad trabajan interactivamente con todo el equipo y en particular con Sofía García, adiestradora canina en la Unidad 31 de Mujeres en Ezeiza, quien las supervisa durante todo el proceso para que cada una mejore sus capacidades como entrenadora. “Las chicas se ocupan de todo: bañan al animal, le dan de comer, comparten los momentos libres. Participan a diario del entrenamiento y profundizan los aspectos a mejorar. En caso de detectar una posible enfermedad, tienen la responsabilidad de avisar para que sean atendidos por la veterinaria. Los perros duermen con ellas, pues la dedicación es de tiempo completo. Lo cual es muy bueno para el avance del adiestramiento, pero también para el desarrollo emocional y personal de cada una de las participantes del programa”, dice García, y recalca que hay un acompañamiento integral personal de cada una.
“Mi familia pensaba que acá yo solamente me ocupaba de darle de comer o bañar a Sol, la perra que tengo a cargo. Estaban asombrados cuando les fui contando que les enseñamos a prender y apagar las luces, abrir las puertas, ayudar a los chicos a sacarse un abrigo o buscar cosas de la heladera. Ni yo podía creer todo lo que aprendimos juntas con Sol. Al principio no me sentía capaz de trabajar con perros y acá estoy, feliz”, cuenta María, para quien ese primer paso como voluntaria del programa fue hace un par de años.
“Al hacernos cargo de nuestros perros tenemos claro que no son nuestras mascotas. No podemos jugar a lo bruto con ellos y después que no sepan comportarse con un chico en silla de ruedas. El objetivo es ayudar a alguien que realmente necesita un animal con capacidades especiales para mejorar su calidad de vida”, explica Cecilia, quien ya está pronta a cumplir su condena y sabe que quiere “seguir trabajando con perros una vez en libertad”, y dice que le gustaría armar un emprendimiento, como una peluquería canina.
Futuro. El objetivo principal del programa es dar a sus participantes una nueva oportunidad para su reinserción social plena. Pueden iniciar alguna actividad relacionada con el cuidado de mascotas, como adiestradores, asistentes en veterinarias, paseadores, en higiene y belleza canina también. Es amplio el abanico de posibilidades que surgen a partir de la capacitación recibida.
“Hay una sinergia positiva entre las autoridades penitenciarias, los internos, los perros, los usuarios designados y la sociedad que luego los recibe. El secreto del programa está en que, a través de él, todos ganan”, coinciden finalmente Cepeda y la hermana Pauline.
Una monja es la creadora del sistema que se usa en el mundo
Huellas de Esperanza es la adaptación de un proyecto iniciado por la hermana Pauline Quinn en la década del 80. Comenzó en la prisión de mujeres de Washington DC, Estados Unidos, donde colaboraba. Desde entonces, el Prison Dog Program (nombre original en inglés) se ha extendido por el mundo, con más de 300 proyectos similares, incluyendo los de Argentina.
“Cuando era chica fui abusada y maltratada, eso afectó mucho mi vida, y lo que aprendí fue que los perros ayudan a reconstruir la autoestima. En los años 50 pasaban cosas terribles en las prisiones en general y en los hogares de menores por donde pasé, por eso quise hacer algo diferente: cambiar el corazón de toda la gente inmersa en los sistemas carcelarios”, subraya la religiosa dominica, que alguna vez de adolescente incluso vivió en las calles.
La experiencia personal le enseñó que los cambios surgen cuando el trabajo es voluntario y la persona se siente valorada. Si algún participante desea abandonar el programa, se lo respeta, pero primero se lo escucha para mejorar posibles errores. Para Pauline, “en la mayoría de las instituciones carcelarias se busca solamente mantener personas confinadas hasta que puedan salir, sin darles la posibilidad de mejorar su futuro cualitativamente”. Dice que "a los discapacitados no se los trata con respeto. Por eso, facilitarles tener un perro que los asista es una manera de darles autoestima”.